La belleza natural de la Laguna Gri-Grí en nuestro Río San Juan es tal, que no sólo causa el encanto y admiración de sus residentes, sino también de aquellos que la visitan.
Uno de esos visitantes es el periodista Reginaldo Atanay, un prestigioso comunicador dominicano residente en la ciudad de Nueva York y quien por muchos años fue editor de la sección de comunidad de El diario La Prensa.
Tan grande fue la impresión causada por la belleza natural de nuestra Laguna Gri-Grí cuando la visitó hace unos años, que a su regreso a Nueva York escribió este articulo, el cual reproducimos integrante, por considerarlo de interés para nuestros lectores.
En la Dominicana tierra: un rato en Laguna Gri-Grí
Por Reginaldo Atanay
Hay, dentro y en los alrededores de la Dominicana tierra, una especie de encanto, que no se encuentra en otras latitudes de esta nuestra bienamada tierra. (Esto es verdad; no es patriotería)
La Divina Providencia es suma sabiduría, y nunca ha sido amiga de las reproducciones.
De ahí que cada pueblo, cada pedacito de mundo –como cada gente- tenga sus peculiaridades. Y sus encantos.
Por la parte norte de Dominicana, hay un pueblito que se llama Río San Juan. Es “una cosita de postal”. En eso de la trabajadera, de los empleos, no es cosa buena. Su gente se quejaba el otro día de que, por las necesidades, ese pueblo podría irse a la ruina.
Pero en lo natural, en lo poético, encierra un montón de cosas que pone al ánima humana en un nivel, un poquitín más arriba, de lo meramente material.
La Laguna Gri-Grí, quisiera ser como un canto de grillos, pero de día. Allí la Naturaleza madre se pone a entretejer bellezas, que estremecen el sentido estético, no sólo de quienes van de fuera, sino de los que fueron paridos en aquella tierra dominicana, llamada Cuna de la Civilización del Nuevo Mundo.
Puede uno, untarse de primavera perenne, yéndose a las cuevitas-en yola-adonde van a dejar sus huevitos, aquellas golondrinitas, que no provienen de San Juan de Capistrano, de California, sino que hacen un viaje más largo: van desde el Brasil del candomblé y la macumba, a Dominicana, donde el vudú tiene su acomodo.
El piar de aquellas golondrinitas brasileñas se junta con el raro azul de la mar, en ese sitio. Y para arrobar más el ánima humana, quien va allí, en yola, puede disfrutar, en la profundidad de ese suelo marino, la magnificencia de los corales.
Ahí, en ese pedazo de mar, junto a las cuevas, se conjugan algunos azules.
Como los azules aquellos de Capri, la isla italiana, por donde nos cuenta el bienaventurado Homero, en su Ilíada y en La Odisea, las peripecias del legendario Ulises.
La diferencia -¡claro!- es un poco grande. Porque en adición a la belleza del color marino, en la Laguna Gri-Grí hay otros colores que dicen mucho de la inmensidad de los colores, y de la vida misma.
Porque al lado de la dicha laguna hay una playa, en donde la arena es amarilla; gruesa. Caliente, conmovedora, como las caderas de la negra caribeña, donde se resume todo el vigor del vecindario antillano.
A aquella playa le llaman El Caletón.
Y cuando, desde tierra, uno se mente en yola hacia la mar, para adentrarse en las cuevas en donde se oye el piar de las golondrinas, uno casi va tocando fondo.
Y las raíces de los mangles como que tejen un suelo, con la arena blanca, para dibujar un paisaje extraño, en donde el humano sentir se enaltece.
Es cuando uno olvida las penas.
Y las deudas.
Y se pone, sin prender vela ni hacer oraciones de boca, a darle gracias a Dios por tan grande beneficencia.
Gri-Grí, como otros centros maravillosos que Mamá Natura ha hecho en la Dominicana tierra, tiene sus desencantos. Como éste: no hay medios de acomodarse uno de acuerdo a como hay día manda la civilización.
Encuéntrase uno que otro muchacho juguetón, chocando caracoles.
Y de entre ellos, alguno que quiere sacarle ventaja-desmesurada- a los turistas.
Pero todo eso es justo; es el ejercicio de la humanidad, con sus grandezas y cojeras.
Esas cosas que se ven tanto en el Viejo como en el Nuevo Mundo.
Pónte tú a pensar: ¿No es satisfacción grande, el poder echarte a la mar, en un lugar bajo y limpio. Retozar en agua clara con las raíces de los mangles, y luego oír el cantar de las golondrinas, entonando un salmo a la vida, como si quisieran imitar al hijo del sabio Salomón?
Y Justo al lado, en El Caletón, ponerte a estrujar en tus manos, y empujar con tus pies, la arena amarilla, gruesa, mientras que las pequeñas olas llevan a tus pies -o a tu cintura- la energía y el cariño de las Ondinas y Nereidas?
Alguien dijo que París, bien vale una misa.
Nosotros creemos que la Laguna Gri-Grí vale, por lo menos, una hora santa.