Pareciera que fuésemos irracionales, incapaces de definir lo que en verdad vale la pena. Parecemos un montón de huesos con un toque de carne, caminando por senderos cualesquiera: la mirada perdida en el algarrobo entona melodía cual guitarra vieja; el pensamiento aturdido por el afán y siega, recogen reflexiones del pasado frío.
Aún me pregunto: ¿Qué nos pasa? ¿Qué pasó con la mano amiga que brindaba calor? ¿Qué de aquella voz sumisa y tierna? ¿Qué decir del dador alegre que se preocupaba por miserias ajenas? El señor solidario de la esquina ya ni mueve sus plumas. La señora que vende esa agua negra, bañada de eso llamado azúcar, no saluda al viajero pasar; prefiere amontonar café amargo que saludar cual hombre fiel que pasa por su lado para llegar a su agonía.
¿Qué pasó con los buenos días? se emiten de lejos y se dispersan por la autopista. Lejano siento el fraterno amor; distancia marca la diferencia. Entre el gozo y la sonrisa, la tristeza se vuelve dueña.
Pensemos en la brevedad de la vida. Demos importancia a lo que en verdad la requiera. Dejemos ya la bravura absurda que solo daña lo que vale la pena.
Amemos, es la palabra perfecta que da sentido a esta pregunta. No permitamos que los avances produzcan miopía; volvamos al primer amor, ese amor sutil y limpio. Olvidemos por completo el usurpador comercial que sólo busca su monopolio impostor vendiendo sueños que sólo satisface las necesidades del placer, utilizando la pobreza mental que muchos muestran tener por su manera de actuar ante hechos iracundos.
Lo material pasa, el dinero se va, las promesas se olvidan y aquel rostro sonriente que te vende una apariencia no es más que un sólido metal que se derrite ante la sensibilidad. Recordemos la humildad, la humanidad y el ser social, esto es lo que en verdad satisface el espíritu del hombre.