A Viriato Sención (1941-2012), al igual que a Cervantes, para escribir le cogió lo tarde, pero ah ironía, cosechó frutos una vez salió al ruedo. Su primera apuesta literaria, Los que falsificaron la firma de Dios, fue un best seller, para dolor de muchos.
Aunque vivió en el frío, lo sedujeron los temas y los personajes que hacían vida, -dígase fechorías y truhanerías-, en el ardiente país caribeño del cual era oriundo. Para mí, el secreto de que el éxito literario lo enganchara fue, además de su pasión por la escritura, la conciencia que tenía de ella.
“No hay un género más difícil que otro, alcanzar la excelencia en la escritura es lo complicado y el reto”. Eso lo afirmaba, mientras apagaba un cigarrillo y uno adivinaba por el gesto que encendería el otro.
Más que su norte, este fue el ferviente credo que profesaba en cada frase que escribía, en la que buscaba el giro perfecto, con la que pretendía llegar al lector de la forma más elegante y precisa posible.
Con la presunción y elegancia de un mafioso siciliano se llevaba el cigarrillo a la comisura de los labios mientras explicaba cómo cincelaba sus textos. El más enconado enemigo de este escritor, aliado de exilios y silencios, no puede negar que dejó páginas, sino brillantes, que brillan por su eficacia, por la limpieza que exhiben.
Mar interior, vivencias y oleaje tenían. Era narrador nato, no de “formulitas o extrañas tecniquerías. No era escritor que ejercía culto a otro escritor por famoso que fuese. Lo suyo era estudiarle, cogerle las señas, ser partícipe de sus trucos en cierta medida.
Las vivencias que había tenido y la manera en que observaba a los otros, eran succionadas y llevadas a la página. No escribía de lo que no conocía, eso decía. No se atrevía a embarcarse en una aventura literaria si no había reflexionado lo suficiente sobre el tema.
Eso me confesó le permitía eludir las falsedades, convertirse en un retórico de pacotilla cuyo oficio es hilvanar frases y frases, para dar con una novela fofa, con una novela que sólo acumule experiencias ajenas pero que no impactan en lo más mínimo.
Se hablaba con él, y uno se daba cuenta. No era el escritor que partía de una retórica, no era el autor que se escudaba o inspiraba en los temas de otros para elucubrar sus historias o sus artículos. Lo sacudían otras prioridades humanas.
Salía de él lo que muy dentro estaba. El hombre que hablaba se parecía al que escribía. Cierta sobriedad destilaba tanto en la oralidad como en la escritura.
No paría un artículo o cuento sin antes sopesarlo mucho. Los iba incubando paulatinamente. De cada palabra iba auscultando el latido, se esmeraba en colocar una detrás de otra, de manera que hasta el sonido que producían tuviesen un hálito de belleza.
Toda escritura ha de tener tensión, y en base a eso, organizaba su discurso.
Unos creen que leía poco. Le enrostraban que tenía escasas lecturas. Error de errores.
Le exigía al que contaba un relato que lo hiciera bien y con orden, que no saltara, que le diera misterio. Hasta para la oralidad le gustaba el orden.
Los novelones que le caían en la mano, con instinto borgeano, los rechazaba de inmediato. Leía por placer, no para estar al tanto de los tontos que escriben y que se precian de ser genios.
Recuerdo que escribía con lentitud. Con la misma que se degustaba un trago de whisky. La prisa, nunca me lo dijo, pero sé que la consideraba algo plebeyo, a la que no debía someterse jamás en la vida.
Todo lo que se escribe debe tender a ser perfecto.
Lo vi abandonar el whisky, prescindir ya del Chivas Regal, al cigarrillo se resistió (le llegué a enviar en secreto desde New Jersey por correo cajetillas, dentro de libros para que la fiel Milagros no descubriera).
Pero nunca dejó el amor por la escritura, estudiar qué escritor llegaba a la perfección de esta o quien se asemejaba a esos extraños intersticios por donde la genialidad se cuela.
Era Viriato así, un estudioso de la escritura, y lo fue hasta la sepultura.