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Por una República del trabajo

Por una República del trabajo

14 marzo 2015 Eduardo Jorge Prats Opiniones

Eduardo Jorge Prats

Eduardo Jorge Prats

El trabajo tiene una importancia extraordinaria en el ordenamiento constitucional. Como factor, junto con el capital y la tecnología, en la creación de riqueza sin la cual no puede hablarse de redistribución de la misma como lo hace el artículo 217 de la Constitución, y como elemento esencial del desarrollo humano al cual se orienta el sistema económico (artículo 218), el trabajo es uno de los fundamentos del Estado Social y Democrático de Derecho que proclama el artículo 7 de la Carta Magna, por lo que es reconocido por el constituyente como “un derecho, un deber y una función social que se ejerce con la protección y la asistencia del Estado” (artículo 62) y se establece la garantía al “derecho a un salario justo y suficiente” que permita al trabajador “vivir con dignidad y cubrir para sí y su familia necesidades básicas materiales, sociales e intelectuales” (artículo 62.9).

Por esta trascendencia constitucional del trabajo, toda reforma laboral debe partir de que los derechos laborales son fundamentales y que su garantía permite reforzar la autonomía contractual de los trabajadores, su fuerza negociadora, para que no se vean constreñidos a aceptar cualquier condición laboral impuesta por los empleadores. Y debe partir, además, de que el principio del no retroceso social, reconocido por nuestro Tribunal Constitucional (Sentencia TC 93/12), vuelve inválido todo recorte de los derechos fundamentales del trabajador que no sea compensado por garantías sustitutorias efectivas.

Hay que estar claros en que, contrario a quienes entienden la flexibilización laboral como la vía más efectiva de activar el empleo, ésta en realidad conduce a hacer de la precariedad la norma fundamental laboral. Por eso, si se quiere promover el empleo formal y digno, la mejor manera de hacerlo no es a través de ésta sino adoptando un conjunto de políticas públicas destinadas a estimular las empresas y a disminuir los costos de la actividad empresarial. Sin embargo, los costos que más inciden en dicha actividad no son los laborales sino los asociados a la energía eléctrica, al acceso al crédito y al capital, a la tributación y a las cargas parafiscales, y a los costos vinculados a la tramitología y a la corrupción. Es precisamente a la disminución de estos costos que deben estar dirigidas las políticas públicas y no al desmonte de las garantías laborales.

Lo ideal y lo posible es luchar porque: (i) no se deprima constantemente el nivel de los salarios fomentando el trabajo de inmigrantes ilegales y permitiendo que las empresas contraten impunemente mano de obra ilegal; (ii) las empresas puedan acceder efectivamente a un crédito en base a tasas razonables; (iii) los fondos de la seguridad social puedan ser invertidos en las empresas dominicanas más rentables y productivas, para que todos podamos ser accionistas, en un sistema de capitalismo popular, de esta gran empresa que es República Dominicana; (iv) el sistema tributario promueva la inversión, el ahorro, la productividad y las exportaciones y no descanse exclusivamente en los asalariados y en las empresas y profesionales transparentes; y (v) se reprivatice y reforme estructuralmente el sector eléctrico, para fomentar en la población la cultura de pago de la energía, las energías verdes y alternativas y la generación eficiente y a costos razonables y no distorsionados.

Procede, sin embargo, una reforma laboral, pactada por el empresariado y los trabajadores, tendente a: (i) modificar la jornada de trabajo en base a un tope de horas anual que permita planificar el trabajo en base a los ciclos de la producción; (ii) hacer efectiva la conciliación; (iii) regular las relaciones laborales atípicas; (iv) sancionar el litigio temerario y abusivo en materia laboral para acabar con las mafias y el terrorismo judicial laboral; (v) promover los planes voluntarios de igualdad y no discriminación en las empresas mediante un sistema adecuado de incentivos fiscales; y (vi) proteger los derechos fundamentales del trabajador en tanto persona (dignidad, honor, intimidad, no discriminación, etc.). Una reforma laboral en esos términos debe ser sopesada, emprendida y apoyada por todos, ya que nos permite no solo ser más competitivos sin poner en juego los derechos y garantías de los trabajadores sino también, lo que no es menos importante, promover más empleos pero de calidad. Pero no olvidemos lo fundamental: el Código de Trabajo no tiene la culpa de la manifiesta incapacidad del agotado modelo económico vigente de generar empleos formales.

Las políticas públicas deben estar dirigidas a activar el empleo de calidad y no la precariedad. Por eso, resulta contraproducente desmontar los incentivos fiscales de las empresas generadoras de empleos, como es el caso de las empresas localizadas en la frontera, y mantener el salario mínimo en los niveles actuales. Debemos reinventar el trabajo en un mundo en el que algunos predicen el “fin del trabajo” (Rifkin) y otros señalan que todos estamos deviniendo población residual, excedente, prescindible (Bauman). De ahí que, hoy, más que ayer y más que nunca, hace sentido el proyecto de Pedro Francisco Bonó, de optar por las clases trabajadoras, de cifrar la esperanza de desarrollar el ideal republicano a través de la confianza en los trabajadores, en “el respeto al trabajador y al fruto de su trabajo”, creando así “este elemento indispensable a la conservación de las naciones (…) hacer amar la patria por el mayor número que son los pequeños”. Solo una verdadera República del trabajo hará nuestra sociedad más libre, democrática, justa y solidaria.

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