En la política contemporánea, los datos se han convertido en el nuevo petróleo. Ya no se trata únicamente de ganar elecciones con discursos carismáticos, sino de conquistar voluntades a partir de algoritmos que compran lo que hacemos, no lo que decimos ser. Las grandes compañías de datos saben qué páginas visitamos, qué mensajes compartimos y cuánto tiempo prestamos atención a un contenido, y con eso moldean nuestro comportamiento electoral.
Shoshana Zuboff , en la era del capitalismo de la vigilancia (2019) dice que “Cada acción digital se transforma en materia prima para los nuevos mercados del futuro”. Ese futuro ya está aquí y, en términos políticos, significa que un clic puede decir más sobre nuestras preferencias que una encuesta tradicional.
Cathy O’Neil, en Weapons of Math Destruction (2016) escribio “Un patrón de datos es más revelador que un apellido”. Para un partido político, ese patrón se traduce en saber si un ciudadano es más sensible a un mensaje de miedo, a una promesa económica o a una narrativa de identidad nacional. Lo peligroso es que ese conocimiento no siempre se usa para fortalecer la democracia, sino para manipularla.
Evgeny Morozov de manera acertada dijo que “Internet no es solo un espacio de libertad; es también un campo de batalla político donde se define qué pensamos y cómo actuamos”. En este escenario, el anonimato es un espejismo. Las campañas electorales modernas no se construyen en plazas públicas, sino en laboratorios de datos donde se decide qué mensaje recibe cada microsegmento de votantes.
Esto implica un reto enorme para la República Dominicana y para cualquier democracia. Las decisiones colectivas no pueden estar sujetas a algoritmos invisibles que priorizan intereses económicos por encima del debate público. La política, si se subordina por completo a los datos, corre el riesgo de convertirse en un mercado de voluntades en lugar de un espacio de deliberación ciudadana.
Las compañías de datos compran lo que hacemos, no quiénes somos. Pero si lo que hacemos nos define, la política tiene la responsabilidad de preguntarse: ¿quién controla ese poder y con qué límites? En el fondo, no se trata solo de defender la privacidad, sino de garantizar la esencia misma de la democracia.
La reflexión es clara: si no regulamos y democratizamos el acceso y uso de los datos, la próxima campaña no la ganará el mejor proyecto político, sino el algoritmo mejor financiado. Y esa sería la peor derrota para cualquier ciudadanía.