Durante las últimas semanas me he dedicado a investigar este fenómeno con rigor: levantar datos, revisar documentación especializada y contrastar decenas de fuentes para comprender su verdadera dimensión. Es un ejercicio que nace de mi vocación periodística -parte inseparable de mi naturaleza profesional- y que busca abrir una conversación pública necesaria, útil y desprovista de sospechas infundadas.
La expansión de la economía de los creadores —valorada globalmente en más de 250 mil millones de dólares— ha abierto oportunidades inéditas para el emprendimiento digital. Pero, en paralelo, ha permitido que organizaciones criminales encuentren un nuevo canal para introducir capital ilícito en el sistema financiero. No se trata de una amenaza futurista ni marginal, pues la evidencia acumulada en más de 50 fuentes académicas, forenses y regulatorias confirma que el lavado a través de plataformas digitales ya opera con lógica industrial y con un nivel de sofisticación que supera a reguladores y bancos tradicionales.
La lógica detrás del fenómeno es simple y poderosa, porque el valor del contenido digital es inherentemente subjetivo. Una fotografía, un saludo o un video pueden costar centavos o miles de dólares sin que exista un parámetro objetivo para validar su precio. Esa elasticidad abre la puerta a justificar transferencias desproporcionadas bajo la apariencia de “me gusta”, donaciones, propinas o suscripciones.
En definitiva, cuando ese flujo proviene de una plataforma global, procesado por un gigante tecnológico, termina luciendo -para cualquier sistema bancario- como ingreso legítimo. Un ejemplo contundente es el escándalo de los “Bits” en Twitch, investigado en Turquía. Alrededor de 2,400 streamers participaron en un esquema mediante el cual hackers compraban la moneda virtual de la plataforma con tarjetas robadas y luego la donaban a transmisores cómplices.
Twitch convertía esos Bits en depósitos bancarios limpios, mientras los streamers devolvían entre 70% y 80% del valor a los criminales. El sistema actuaba, sin pretenderlo, como un procesador de legitimación financiera. Un mecanismo similar ocurre en YouTube con los superchats, especialmente cuando se pagan con tarjetas de regalo de Google Play, un instrumento históricamente vinculado al anonimato. La operación es cada vez más convincente porque las audiencias y las interacciones pueden simularse con granjas de bots y redes de proxies residenciales, capaces de reproducir tráfico real desde millones de direcciones IP.
En el ecosistema de OnlyFans, las vulnerabilidades se amplifican por la existencia de agencias de gestión que controlan cuentas completas y emplean equipos de “chatters” para operar perfiles que no corresponden a la persona mostrada en las imágenes. En estos esquemas se mezclan explotación, evasión fiscal y, en múltiples casos documentados, estructuras de empresas fantasma y transferencias internacionales con uso intensivo de criptomonedas.
El caso de los hermanos Tate —procesados en Rumanía y con investigaciones paralelas en el Reino Unido por presunta trata de personas, fraude fiscal y estructuras de lavado que incluían desvío de ingresos de plataformas como OnlyFans y servicios de webcam hacia empresas offshore y cuentas de terceros— muestra cómo estos modelos pueden escalar hacia redes opacas con múltiples capas de ofuscación financiera.
Mientras tanto, en América Latina, la convergencia entre crimen organizado y creadores digitales es cada vez más visible. En Colombia, la figura de “Linda Caramelo” movía rifas y donaciones como fachada para activos del narcotráfico; en México, la Unidad de Inteligencia Financiera investiga a decenas de influencers ligados a un cartel de drogas.
La República Dominicana no está fuera de este mapa. Por el contrario, su ecosistema digital en expansión, la creciente masa de creadores y el aumento de medios de pago no tradicionales han convertido al país en un terreno especialmente atractivo para redes transnacionales. La vulnerabilidad nace de una combinación de elementos que se entrelazan de manera silenciosa.
La alta circulación de efectivo en segmentos informales, junto con la limitada trazabilidad de esos flujos, facilita que capitales ilícitos se mezclen sin fricción con ingresos provenientes de la monetización digital, sin que aparezcan señales de alerta en las etapas iniciales. A esto se suma el crecimiento acelerado del comercio electrónico, todavía sin una estructura de supervisión profunda que abarque las dinámicas operativas de plataformas globales cuyos modelos de gestión financiera cambian a una velocidad superior a la capacidad regulatoria local. Un creador que recibe pagos elevados desde una plataforma internacional puede parecer, en términos bancarios, un cliente sin anomalías; sin embargo, para validar la legitimidad de esos ingresos habría que observar su actividad en línea: si su número de seguidores es real, si la interacción de su audiencia es consistente o si existen indicios de “tráfico sintético”.
Validar los ingresos de un creador sin examinar su huella en línea se ha convertido en una brecha crítica. Hoy es imprescindible que bancos y supervisores contrasten métricas de audiencia, consistencia en la actividad y patrones de comportamiento, no para evaluar el contenido, sino para comprobar la coherencia económica entre lo que se declara y lo que realmente ocurre en el entorno digital.
En el horizonte inmediato, se asoma un desafío mayor, que es la automatización criminal impulsada por IA. La creación de influencers virtuales, identidades sintéticas y herramientas capaces de evadir controles biométricos anuncia una nueva escala de riesgo. El ecosistema digital es una oportunidad inmensa para creadores y emprendedores, y no puede ni debe ser criminalizado porque capricho. Pero ignorar cómo el crimen organizado está aprovechando sus vulnerabilidades sería un error estratégico.




