Hace 12 años, mientras cursaba el cuarto de bachillerato, tuve por segunda y última vez, la oportunidad de recibir una asignatura impartida por José Confesor Mejía, el más pintoresco, formidable y motivador profesor con el que hasta la fecha haya tenido la oportunidad de recibir docencia.
En aquel entonces, con apenas 16 años de edad, me encontraba atravesando numerosas dificultades emocionales, de esas que son propias de un púber, que a pesar de estar en medio de su último año de secundaria, no tenía ni idea de cual sería su rumbo al convertirse en un adulto.
Mi desempeño académico era un desastre, mi promedio de calificaciones mensuales era el más bajo de toda mi promoción. Era el hazme reír del curso; sin embargo, José Confesor Mejía, mi profesor de ciencias naturales, me decía en reiteradas ocasionadas: “eres más inteligente que el 90 % de esta promoción”, “si tuvieses la actitud correcta, nadie en esta clase pudiese compararte contigo”, “eres un tipo brillante”.
Desconfiaba tanto de mí, que creía que Mejía solo estaba siendo cortes, buena gente y que me estaba empujando para que no reprobase, pero sus reiterados discursos de motivación fueron inútiles y no surtieron ningún efecto, al menos no en ese momento, pues al final del año escolar, reprobé 7 asignaturas incluyendo todas las materias básicas, menos la que impartía con Mejía (física).
Lo anterior significó que yo fuese el único estudiante de mi aula que no tuvo la oportunidad de tomar las pruebas nacionales en la primera convocatoria; de hecho, me fue tan mal, que no pude tomar las pruebas ni siquiera en la segunda.
Transcurrieron varios años para que pudiese interpretar correctamente las cosas que Mejía me decía.
Un día, con una acta de nacimiento, una copia fotostática de mi título de bachiller (conseguido en una tercera con convocatoria extraordinaria) y 1,900 pesos en efectivo, me apersoné en la casa de don Américo Holguín, le entregué todo en un folder y le dije: “Tenga. Inscríbame en la carrera de derecho de la universidad que usted es rector, que yo me voy a graduar con honores”. Un pronunciamiento muy osado para alguien que venía de ser el más mediocre de su clase.
De alguna manera, aquella semilla que sembró Mejía en mi en 2007, germinó; empecé a creerme todo cuanto me dijo; confié en las destrezas que él vió en mi en la adolescencia y que yo no sabía que tenía.
El resultado en mi formación profesional fue diametralmente opuesto al obtenido en la secundaria, pues de reprobar 7 asignaturas y tener que ir a una tercera convocatoria extraordinaria, conseguí un título summa cum laude, los máximos honores que se pueden alcanzar en una universidad.
Recuerdo que el día de mi investidura como licenciado en derecho, pensé tanto en Mejía y en sus enseñanzas como en el propio hito de haberme graduado.
Algunas personas pasan por nuestra vidas con el propósito de mejorarla para bien, son conocidos como agentes de cambio. En mi caso particular, podría hacer mención de varios agentes de cambio que me han transformado, ayudado y enseñado a vivir.
Mejía es la primera persona a la que le he atribuido ese lugar especial de agente de cambio y estoy muy seguro, que hay muchísimos otros estudiantes que pasaron por las manos de Mejía, a los que puede haberles cambiado la vida sencillamente siendo quien es, un extraordinario y auténtico maestro que ha ejercido su oficio con más devoción que ningún otro.
Al sol de hoy, mi mamá me dice que cada vez que Mejía va a INAPA, donde ella trabaja, a pagar el agua, él le pregunta por mi, le dice que soy como su hijo y que ella tiene muchas razones para sentirse orgullosa.
Mi gratitud hacia Mejía será eterna. Un modelo de educador y motivador natural con el que no hay forma de ser mal estudiante, como debería ser con todos los educadores.
Muchas gracias, Mejía.
Artículo escrito el 22 de abril de 2018. Hasta la fecha, este artículo no había sido publicado (por desgracia) y solo había sido compartido en vida con el mismo José Confesor Mejía (por fortuna).