En el trayecto de nuestras vidas es posible tener dos fortunas. La primera, la del derroche, la que se pierde en un instante entre el chiffon y el champagne, entre el vino y las cartas. La otra, la que moldea nuestras vidas. Nos disciplina y nos enseña la dignidad y el fruto del trabajo. Esta última no se pierde, la da el padre. Yo tuve uno, mi abuelo Checho.
José La Paz –Don Checho-, oriundo de la línea noroeste, casó con mi abuela Graciela y corrió con ella en busca de la lluvia. Paró en Puerto Plata, y después de tener a sus hijos María, Negra y Negro, obedeció el consejo de su amigo Don Pedro Simón, y se mudó a Río San Juan. Allí, en el Cruce de Bejuco Alambre, estaba Panchito, hermano de su amigo.
Llegó en los ’50 a aquella comunidad rural, donde aprendió que todo en demasía es infernal. En aquellos tiempos la lluvia, la que siempre buscó, no paraba. El fango rojo daba a las rodillas, el “dandí’ acabó su crianza de cerdos y su familia enfermó de paludismo. ¿Qué más esperar?
Un día exhausta mi abuela lo estrelló todo. “No aguanto más”, gritó al horizonte. Las tablas de palmeras de la casa temblaron. “Si tu quieres quedarte, quédate”, dijo con rabia y tomó a sus hijos decidida a todo.
Fue entonces cuando Papá conoció el silencio que da la impotencia. Ese espacio de tiempo donde solo se atina a sujetar la cabeza, mientras una fuerza extraña dobla tu cuello para que muerda la tierra. No hubo palabras, solo partió con ella.
Llegada a Río San Juan y mi fortuna
Al llegar a Río San Juan, Papa Checho compró a Generoso Alvarado un pequeño terreno en lo que hoy es la Padre Billini esquina Libertad, donde construyó su casa. Allí, años más tardes, comenzó mi historia.
No voy hablar de mis años párvulos.
Después de mi alfabetización en este municipio y finalizada la revolución de abril del ’65 fui a vivir con mi madre a la Capital. Estudié en la Chile, en el Don Bosco. Y regresé a mi pueblo porque mi madre partió para Nueva York. Ingresé al 5to de primaria.
En ese entonces Papá Checho tenía una fábrica de bloques. Me dijo que en sus primeros años en este poblado montó una fábrica de quesos que eran transportados en barco a Puerto Plata. Con él aprendí el valor del trabajo.
Cuando recuerdo a Papá viajar a Santiago de los Caballeros a comprar los pendones de cañas y los papeles de colores para hacernos la chichigüa-cometa-.
Cuando nos fabricaba los guantes de lona -trochas- para jugar pelota. Pero “mucho cuidado con verlos jugando en la calle”.
Cuando me enamoré del voleibol, compró en Santiago mi primera bola de voleibol “Futura”, de las mejores de la época.
¿Y cómo le está yendo al muchacho? Preguntaba a mi abuela cuando entré a la universidad.
Le importó de que si fuésemos a una fiesta tuviéramos un peso en bolsillo, “para no pasar la vergüenza“.
Papá me enseñó a mirar al cielo, a conocer la fantasía de los colores, a gastar mis ansiedades en los deportes, la responsabilidad del estudio y el trabajo, la dignidad y el peso de la palabra del hombre.
Después de todo me pregunto, ¿Cuántos padres hicieron lo mismo con sus hijos en este pequeño pueblo?
Entonces concluyo: Papá, tú fuiste mi fortuna!!