El poeta dominicano Adrián Javier tuvo que marcharse para que todos quedáramos convencidos o nos diéramos cuenta de que la velocidad con que él hacía las cosas obedecía a un instinto misterioso, a una secreta lógica que le acicateaba. El poeta adivinó que se iría rápido del mundo, que su estancia en este valle de lágrimas no sería muy larga, y empujó el pedal “de vivir” hasta abajo.
Muy tempranamente ganó su primer premio literario (el de Casa de Teatro), y los demás galardones le sucedieron de manera rauda. Aplauso y buena crítica le sobraron. Quienes le escuchaban quedaban embobados con esa voz suave que recitaba a la perfección lo que el estrole dictaba, y con esa personalidad que persuadía de que no mataba una mosca aunque tuviese capacidad para aplastar a un elefante.
Viajó en una época en que viajar aún era snob o lujo. Primero a Cuba (poco tiempo pero suficiente para fechar poemas en La Habana). A Nueva York fue para quedarse, pero la babel de hierro no se abrió como el poeta soñara. Y casi al final de su existencia llegó a desempeñarse como diplomático, al mejor estilo de Pablo Neruda.
Adrián murió relativamente joven, y el poeta que muere joven genera una metáfora extraña. A lo James Dean. Verbi gratia: A Adrián Javier no tendremos la oportunidad de verlo viejo, de contemplar su vital crepúsculo. Y eso genera un misterio, un morbo implacable.
Adrián Javier tenía el tipo de personalidad de que era la clase de gente que le hacía algo malo a uno, y uno salía a buscarlo para cobrársela, y terminaba abrazándolo. Fue Adrián Javier, el poeta que empezó escribiendo oscuro (El oscuro rito de la luz, es un ejemplo) y que fue deviniendo en un poeta más claro y transparente, por una fuerte espontaneidad verbal, acorralado felizmente.
Adrián era poeta a tiempo completo, lo que significaba que para otras cosas había poco espacio. Como lo fueron muchos, que luego abdicaron al oficio, en los años 80. En la época que nos tocó laborar juntos en el Listín Diario y el periódico El Nacional, le decían “poeta”, y él asumía gustoso, toda la carga peyorativa o de alabanza que ello implicaba.
Para ser poeta hay que reunir una serie de características, y una de ellas, y quizás la más básica, es sentirlo. Y Adrián, sin duda alguna, se sentía poeta. Era poeta. Como los evangélicos fanáticos, daba muestra de un fanatismo palpitante con quien hablara, a veces sin darse cuenta de que quien tenía al frente le importaba un bledo Neruda, Vitier, Bondy, Ezra Pound y demás yerbas aromáticas.
Si se le pregunta a alguien cómo recuerda a Adrián Javier, le vendrá seguro a la memoria, evocará sin duda alguna a ese muchacho, alto, moreno, con voz encantadora, y que siempre llevaba un libro en mano, y que tenía un proyecto o libro próximo a concretizar. Además de que hablaba y se apoyaba constantemente en citas de autores de nombres exquisitos y, por supuesto, foráneos.
En estos días alguien me dijo que de su muerte hará diez años. Y me habló de un homenaje. Se habla del muerto desde la superioridad que da sentirse vivo o de haberle sobrevivido. Por eso huyo de ellos.
A mí me dijo: “me queda poco tiempo de vida”. No le creí, y le juzgué fatalista prematuro. Aspaviento de poeta. Yo fui lento para entender su forma rápida. A lo veloz que era en todo, confieso, en mi caso yo no supe cogerle las señales. Hoy lo recuerdo, y confieso que buscaré sus libros para entenderle, para seguir tratando de descifrarle, y lo haré lo más rápido que pueda, pues al igual que Adrián Javier, uno nunca sabe, ya que el Hades y la parca no tienen orden, y de un momento a otro se desatan con una elección o capricho.