Santo Domingo.- La noche anterior de ese día, (la del martes 30), mientras un grupo de conjurados abatía a tiros al tirano Rafael Leónidas Trujillo Molina, en la prolongación de la Avenida George Washington de Ciudad Trujillo, yo (entonces con 22 años) me encontraba, ajeno a ese dramático suceso, disfrutando de un aromático café en La Cafetera de la calle El Conde de la capital dominicana, en compañía de mi ex condiscípulo Julito Acevedo Martínez. Curiosamente predecíamos la cercanía del fin del dictador justo en el momento de la violenta muerte de Trujillo, a quien apodábamos “Chapita”, por su afición a las chapas: (condecoraciones y medallas).
La mañana siguiente, ese miércoles 31 de mayo de 1961 abordé a las 6:35 AM como de costumbre la guagua (autobús) que como empleado de tráfico de la PAN AMERICAN tomaba junto a la mayoría del personal del Aeropuerto Internacional de Punta Caucedo. Todo el trayecto fue normal como habitualmente.
No se había aún difundido la noticia del atentado con su desenlace fatal. Pero al llegar a la terminal de pasajeros, poco antes de las 8 AM, un pelotón de militares nos detuvo y ametralladoras en mano, nos pidió a todos, con visible nerviosismo, la cédula de identidad. Era evidente que se trataba de un contingente de la infantería de la Fuerza Aérea Dominicana de la base de San Isidro, tanto por sus pulcros e identificables uniformes camuflados como por las intimidantes tanquetas francesas que custodiaban la entrada, a la par de las banderas oficiales: la tricolor dominicana y la del Generalísimo con sus cinco estrellas doradas. En todas las instituciones públicas era de rigor desplegar ambas banderas simultáneamente.
Intentando descubrir qué estaba pasando escudriñé los alrededores sin detectar nada sorprendente excepto precisamente las banderas: ambas estaban a media asta… Eso me puso los pelos de punta y seguidamente, con reprimida emoción, les anuncié en voz muy baja pero emotiva a mis compañeros de asiento: “¡Murió Trujillo!”…