Crónica desde la orilla de Playa de Mino en Río San Juan
Llegamos temprano, como quien busca arrebatarle a la mañana sus primeros silencios. Queríamos que la mañana nos perteneciera a solas, con el murmullo de la Playa de Mino acariciando la arena y el viento fresco todavía sin estrenar. Pero la playa guardaba una sorpresa: ya alguien nos esperaba.
Allí estaba ella, erguida, atenta, con la mirada llena de sal y de mundo. Una perra color miel, tan singularmente dorada que la esposa de mi primo, en un gesto casi poético, la bautizó sin pensarlo: Caramelo.
El nombre le quedó como un collar invisible.
No podíamos llamarla callejera; las calles no la contienen. Su hogar es más grande, más azul, más libre: la playa misma.
Apenas nos vio, Caramelo se acercó con la serenidad de quien reconoce a los visitantes que vienen en paz. Y cuando decidimos, antes de bañarnos, caminar hacia la Laguna Gri-Grí, no hubo que invitarla: Caramelo adivinó nuestras intenciones y se adelantó como guía silenciosa.
Tomó el viejo sendero que nace a un lado del hotel junto a la orilla. Caminaba ligera, evitando cada piedra como si conociera el camino desde siempre, utilizando un murito de cemento para avanzar con gracia. Nosotros la seguíamos mientras el aroma a cascajos y plantas autóctonas nos envolvía.
Al llegar a la Laguna, Caramelo nos llevó a ver los manglares, esos guardianes de raíces que sostienen el paisaje y esconden secretos.
En la Laguna, el agua reposaba quieta, como si meditara. Ese silencio líquido tenía algo sagrado. Fue entonces cuando un repollo —ese pequeño estallido cristalino que irrumpió en la superficie— nos hizo recordar un verso de Hay un país en el mundo, de Pedro Mir: “y se derrama y cruje como una vena rota…”
El paisaje, por un instante, pareció respirar con palabras. Naturaleza y poesía se mezclaron en una misma ondulación. Caramelo, ajena a citas literarias pero profundamente parte de ese mundo, nos observaba como quien entiende sin comprender.
Luego nos condujo hacia la caseta donde se compran los viajes en bote, como si quisiera mostrarnos la vida humana que también late allí.
Regresamos a Playa de Mino por la misma ruta, y ella, fiel por elección —que es la única fidelidad verdadera—, caminó a nuestro lado. Hasta que, de pronto, nos dejó. No de manera brusca ni ingrata. Simplemente vio a los de su manada y se unió a ellos, sin ladridos, sin disputas, con la calma de quien pertenece sin poseer. La vimos dormir más tarde, rendida sobre la arena, agradeciendo al sol la tibieza de su hogar.
Esa noche, buscando un poco de música y brisa, visitamos un bar veraniego cercano a la playa. Y otra vez, como un pequeño milagro cotidiano, allí estaba Caramelo. Esta vez dormía profundamente sobre el piso frío y limpio del establecimiento. No temía al altoparlante que retumbaba sobre su cabeza, ni a la multitud que pasaba a centímetros de sus patas. Había escogido ese rincón seguro para cobijarse del zumbido nocturno de la playa, de sus posibles plagas. Dormía donde quería.
Y entonces me asaltó una pregunta que aún no me suelta:
¿Cuántos darían tanto por vivir como Caramelo?
Sin horario para comer. Sin paredes que limiten. Sin techo fijo, pero con el cielo entero como amparo. Sin obedecer relojes ni cerraduras. Sin más dueño que el viento.
Estoy convencido de algo: Caramelo ha elegido —o la vida eligió por ella— una existencia libre. Prefiere caminar sin rumbo impuesto, decidir dónde dormir, cuándo despertar y a quién acompañar. Prefiere eso antes que vivir en un hogar con comida segura pero con cadenas, aunque sean invisibles; antes que mirar la calle detrás de una verja, esperando a que otro decida cuándo puede salir a ser ella misma.
Caramelo es libre. Libre de verdad.
¿Cuántos no soñarían con una vida así?
Sin reloj. Sin jefes. Sin jaulas. Sin obedecer más que a la propia intuición.
Y quizás, en esa libertad sencilla y salvaje, reside una lección que a veces olvidamos: no siempre lo seguro nos hace felices; a veces la felicidad es, simplemente, pertenecerle al mundo.
Caramelo eligió la libertad. Sin pretenderlo, nos recuerda algo esencial: que a veces la vida más digna no es la más cómoda, sino la que se vive con el alma desatada.






