En días pasados se ha visto que el escritor peruano-español Mario Vargas Llosa andaba por el norte de Perú, avituallándose para empezar a abordar su próxima aventura literaria. Anda con sus hijos, una arqueóloga que le hace corte y le identifica lugares, y un bastón, objeto que, aunque proporciona cierta elegancia a su dueño, sin embargo, recuerda que es la edad, y años bien anclados en las costillas, la que proporciona su vigencia.
Vargas Llosa es el tipo de novelista que no desperdicia ni se ahorra acciones o desplazamientos con tal de darle aires de verosimilitud a sus trabajos literarios. Este desplazamiento a Perú, su tierra de origen y escenarios donde transcurren sus más emblemáticas novelas, es una movida más del Nobel para dar a la imprenta otro hijo literario.
Admiro esa forma incansable del novelista para parir obras, aunque temo que de tan larga que construye la cola, empiece él mismo pisoteándosela. Le atraen escenarios lejanos para novelar; ni las distancias ni los climas foráneos le crean barreras sicológicas o escriturales. “La guerra del fin del mundo” transcurre en Brasil. Allí dio alas a personajes tal inolvidables como el Beatito.
Recuerdo que por aquí anduvo en cuestiones similares, y cuyo resultado fue “La fiesta del chivo”, novela que se hizo en distintos círculos célebre y celebrada. Entre las calles empedradas de la Ciudad Colonial y uno que otro descorche de vino y queso fino, quiso visualizar al Trujillo del bicorne y a la Eurania frustrada.
Pero en Perú en ciertos círculos a Vargas Llosa se le ve como un apestado, o como pez no en el agua, sino que en descomposición ha entrado por sus conservadoras posiciones, y por eso no ha confraternizado con intelectuales de allá. Muy al contrario de lo sucedido por aquí: donde fue apapachado por las élites literarias y revistas sociales.
El premio Nobel le ha dado más apetito a Vargas Llosa. Después que fue a Oslo son muchos los alumbramientos literarios que ha producido. Escribe por eso con la displicencia de quien ya se sabe juzgado, y que por más crímenes que cometa, ante ningún juzgado literario ya será llevado.
Las herramientas de las que se vale un escritor para escribir son diversas. Cada cual elige la que más le conviene, y en este caso Vargas Llosa, viaja, inspecciona, observa, escucha explicaciones.
Es esta conducta de Vargas Llosa, la que me hace evocar a un genio que de otras ardides y actitudes se vale para llevar a feliz término sus obras. Me refiero a Juan Carlos Onetti, un fanático de la cama. En ese noble tálamo consumió muchas horas el escritor uruguayo, creador de Santa María y nada más y nada menos que a Juntacadáveres.
Interesante contemplar y analizar estas dos dicotomías existenciales para invocar el ardor creativo. El tipo que se instala en un espacio y desde allí da riendas a la imaginación, necesitando cuando mas un poco de whisky unas sábanas suaves (Onetti), y el otro (Vargas Llosa), dado al viaje, al boato, al llegar a la escena ya con cierto aire de dandismo y de figura del Hollywood ya con letras restauradas.
Loables son las dos formas. Pero yo me quedo con el Onetti, sepultado en una habitación, confrontado tan solo por la voz de la esposa que lo llama a comer, y por su espalda por la suavidad de la sabana y de la almohada, catapultas de una felicidad metafísica que se encuentra únicamente cuando ya no se tiene necesidad de moverse para justificar la existencia.
Pero volvamos a Vargas Llosa. El escritor en Perú aprovechará para encontrarse con sus fantasmas. Ahí lo vemos, dejándose conducir por la arqueóloga, escuchando lo que dice uno de los hijos, mientras el otro observa sus pasos, y lo ve, ya más que un célebre genio, como un anciano al que debe cuidar sus pasos, pues a estas alturas (y no las de Machu Pichu) es fatal una caída, y no literaria.