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El principio de no intervención en el siglo XXI

El principio de no intervención en el siglo XXI

18 enero 2019 Eduardo Jorge Prats Opiniones

La Constitución establece que “el principio de la no intervención constituye una norma invariable de la política internacional dominicana” (artículo 3). ¿Cuál es el significado y el sentido de este principio proveniente del derecho internacional, constitucionalizado en el ordenamiento jurídico dominicano con anterioridad, incluso, a la reforma constitucional de 2010 y ahora enarbolado por algunos como supuesto fundamento para desaprobar el -para la gran mayoría de los dominicanos positivo- voto del Gobierno dominicano a favor de la resolución de la Organización de Estados Americanos (OEA) de no reconocer la legitimidad del presidente Nicolás Maduro? La respuesta a esta cuestión es clave no solo por las repercusiones concretas respecto de las relaciones de la República Dominicana con Venezuela y, eventualmente, con Nicaragua, sino sobre todo para el correcto entendimiento del principio que debe orientar la política exterior desplegada por la Presidencia y la Cancillería dominicanas.

Aunque el origen del principio de no intervención se remonta a la emergencia del estado soberano con la Paz de Westfalia en 1648, modelo estatal basado en la igualdad soberana de los estados, lo cierto es que es en América donde -tras un accidentado y laborioso proceso de positivización, debido a la tenaz oposición de los Estados Unidos a cualquier compromiso jurídico internacional que limitara su margen de maniobra de su intervencionista política internacional- dicho principio alcanza su primera y mejor formulación en la Convención de Montevideo de 1933 y posteriormente, entre otros instrumentos, en el artículo 15 de la Carta de la OEA, que establece que “ningún Estado o grupo de Estados tiene derecho de intervenir, directa o indirectamente, y sea cual fuere el motivo, en los asuntos internos o externos de cualquier otro.” El significado y el sentido originario del principio no es más que el formulado en el párrafo 1 de la Resolución 2131 (XX) de la Asamblea de las Naciones Unidas (ONU): “Ningún Estado tiene derecho de intervenir directa o indirectamente, y sea cual fuere el motivo, en los asuntos internos o externos de cualquier otro. Por lo tanto, no solamente la intervención armada, sino también cualesquiera otras formas de injerencia o de amenaza atentatoria de la personalidad del Estado, o de los elementos políticos, económicos y culturales que lo constituyen, están condenadas”.

Dicho lo anterior es bueno precisar lo siguiente: si bien es cierto que “el principio de la no intervención constituye una norma invariable de la política internacional dominicana”, lo que es invariable es el constitucionalmente mandatorio apego al principio como norma rectora y orientadora de la política exterior dominicana, aunque no necesariamente el contenido del principio, el cual ha sido afectado, tras el fin de la Guerra Fría y la emergencia de un nuevo orden internacional en el siglo pasado, por el cambio de sus criterios interpretativos, experimentando el concepto de no intervención una modificación que ha llevado a la admisión de la legitimidad de los instrumentos del derecho internacional de los derechos humanos y del derecho internacional humanitario, en especial del derecho que tienen los estados, individual o grupalmente, de implementar una injerencia humanitaria en un estado que viola sistemática, estructural y manifiestamente los derechos humanos, como fue el caso de las sanciones contra Sudáfrica durante el apartheid, y siempre y cuando no se acuda a la fuerza, salvo los casos específicos del sistema de seguridad colectiva contemplados en el Capítulo VII de la Carta de ONU, que justificó la intervención en el genocidio ocurrido en la ex Yugoslavia.

Finalmente, el principio no se opone a la intervención democrática, tal como se plasma en el Compromiso de Santiago de 1991, donde los cancilleres de los países miembros de la OEA, inspirados en las Doctrinas Tobar (1907), Wilson (1913) y Betancourt (1963), formularon “su compromiso indeclinable con la defensa y promoción de la democracia representativa y de los derechos humanos en la región”; y en la Carta Democrática Interamericana de 2001, donde los países miembros de la OEA, invocando el principio de no intervención, asumieron dicho compromiso, lo que es clara confesión de que los estados de la OEA no consideran incompatible la no intervención con la defensa colectiva de la democracia. Puede afirmarse, en consecuencia, que ha emergido paulatinamente una costumbre regional, convencionalizada en el marco del sistema interamericano, que legitima la intervención democrática y que impide conceptuar la no intervención como impidiendo al Estado dominicano proteger los derechos humanos en otros estados y obligando a permanecer pasmado ante el colapso democrático en nuestra América.

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