La costumbre que más podría caracterizar mi individualidad, quizás hasta mi propia vida por englobar todo el resto de mis hábitos, es el cultivo de mí mismo. Y con esto no me refiero a algún tipo de egocentrismo desaforado: no busco reivindicar la figura de un narciso del siglo XXI como muchos otros onanistas de la imagen lo hacen.
El cultivarse alude a un ejercicio de pulimento, buscando fabricar la mejor versión de uno mismo: interiorizar en la indagación de la propia naturaleza y perfeccionarse en ella.
Estoy convencido de que la vida hay que vivirla haciendo de ella una obra de arte: que en cada momento del existir se sienta el arrebato estético en las propias carnes y que cada paso que se dé, sea un homenaje a la vida y a su belleza.
El mundo está lleno de momentos sublimes en todas partes y de todas las circunstancias puede hacerse arte. Y, tomando en cuenta que las creaciones más bellas surgen de la angustia y la desesperanza del hombre, una ciudad caótica ofrece material invaluable para la creación.
Pero para poder apreciar todos estos detalles es necesario aprender a abrir los ojos. Generalmente vivimos ofuscados por los quehaceres de la cotidianeidad, la necesidad, la amargura.
Si tenemos nuestras necesidades materiales cubiertas, buscamos “distraernos”. Pensemos un momento en esta palabra y notaremos que distraer es un verbo transitivo: te distraes necesariamente de algo. Y nos preguntamos, ¿de qué nos estamos distrayendo?
Reflexionando y dándole vueltas a esta pregunta, he creído ver que nos distraemos de nosotros mismos.
Nietzsche, discurriendo en torno a aquellos que conocen (los científicos, filósofos, pensadores) decía: “nosotros, los que conocemos, somos desconocidos para nosotros mismos”. ¿A qué otra cosa aludiría esta frase sino a la ausencia de interiorización? Vivimos en el afuera, distrayéndonos de nuestras vidas y cultivando más nuestras creaciones que a nosotros mismos.
Muchos han derribado a los antiguos ídolos religiosos y en su lugar han erigido otros nuevos: la tecnología, el bisturí, la televisión. Somos una sociedad de cultores de lo aparente.
Vivimos en el afuera, distrayéndonos de nuestras vidas y cultivando más nuestras creaciones que a nosotros mismos
Cuando hablo de cultivarse no me refiero tampoco a un ejercicio de floricultura corporal.
Más que florear el cuerpo, lo que ya se realiza desmedidamente en nuestros tiempos, hablo de un rescate de la mente y el espíritu. Sin embargo, siendo el cuerpo el vehículo que permite el despliegue de las facultades mentales y espirituales, también debe ejercitarse en su medida, estableciéndose un justo medio entre estas tres partes del ser.
Además de acondicionar el cuerpo para prácticas atléticas, los gimnasios también eran lugares para la instrucción, el debate y el crecimiento intelectual, dándose cita en estos sitios filósofos, retóricos y literatos. Acompañando al cultivo físico y mental, creo importante habituarse a cultivar el espíritu.
Esa parte del interior que nos conecta con el silencio mistérico, aquello indescifrable e inefable que han solido denominar Dios pero que otros místicos han llamado Naturaleza, Lo Uno, Nirvana, entre otros nombres.