En estos días de renovación del alto funcionariado del Estado ha vuelto a escucharse la queja de dirigentes políticos, secundada absurdamente por algunos comunicadores, sobre la supuesta puja de la sociedad civil por apoderarse de cargos en el Gobierno central, sobre todo en los organismos de control, que en muchos casos tienen el imperativo constitucional o legal de ser dirigidos por personas sin militancia política.
Es fruto de una cultura política que ha concebido al Estado como un botín, para el reparto de cargos y canonjías, aprovechamiento de oportunidad de enriquecerse a cualquier precio, especialmente por parte de quienes “se fajan” a hacer campañas electorales. El “dame lo mío” se ha expandido de arriba hacia abajo, creando una situación que deviene en espantosos reclamos y hasta chantajes que se formulan públicamente sin el menor escrúpulo.
A consecuencia de esa cultura cada año el Estado abulta más, con nóminas y nominillas que, para colmo, ningún organismo público se atreve a certificar, por la falta de transparencia y el desorden. Un estudio del BID cuantificó los empleados en la nómina pública en 486 mil 732, a comienzos del 2019, con un incremento de 114 mil 783 en los últimos cinco años, equivalente al 31%.
A ese ritmo hoy sobrepasan los 525 mil, que si les suman 152 mil pensionados, al 2017, más de 100 mil de las nóminas municipales y miles en nominillas hasta en los distritos municipales, es seguro que rondamos los 800 mil.
Un estudio de Oxfam indica que el empleo público crece 5.2% por año, 2.8 veces más que el privado, con 61 mil 911 empleos por cada millón de habitantes, tercero más grande en la región latinoamericana, y que al 2018 el empleo público por millón de habitantes es 38.6% mayor que el promedio regional, y 43.6% más que cinco países de América Central.
Por cierto que en los últimos 24 años, no sólo se triplicó la nómina pública, sino que se acentuó una enorme disparidad, con salarios superiores a los del sector privado en los mandos altos y medios, sobre todo en los organismos autónomos y descentralizados donde reina un régimen de auto beneficios, que incluye espléndidas pensiones, dietas y representaciones.
El Congreso, la justicia, órganos electorales, banca estatal y superintendencias tienen regímenes especiales de salubridad, en algunos casos con seguros internacionales, y pensiones que alcanzan hasta más de 100 veces el monto de lo que reciben la mayoría de los pensionados del Estado, subido el año pasado de 5 mil 117 a 8 mil pesos.
Por esas razones es que con cada cambio de gobierno se desata un huracán de persecuciones de los cargos públicos, sobre todo de los dotados de mayores privilegios. No se puede ignorar que hasta en las naciones desarrolladas y bien organizadas la alternabilidad de gobernantes implica cambios de millares de funcionarios, no sólo del más nivel, sino también sus asistentes y personal de confianza.
Pero aquí la persecución de cargos supera los límites razonables, vinculado con la pobreza y la congelación de los salarios del sector privado y con ese 55% de los empleados que están en la informalidad.
Pero con tantos empleos, es ridículo que algunos pretendan que se despoja a los dirigentes políticos de sus derechos si no los ponen también a dirigir la Junta Central Electoral, el Tribunal Superior Electoral, la Cámara de Cuentas, la Defensoría del Pueblo y las altas cortes, lo que implica un centenar de cargos.
Como si los que militan en la sociedad civil no fueran también ciudadanos y ciudadanas y como tales llamados a dirigir los órganos de control sobre el universo de los cientos de miles de políticos y relacionados que constituyen el funcionariado público.
Lo lamentable es que haya tan pocas instituciones y dirigentes sociales empeñados en garantizar la independencia de los órganos de control frente a un Estado tan corrompido y dilapidador. Ahora que el presidente Luis Abinader se empeña en cumplir su promesa de no llevar dirigentes políticos a los órganos de control, sosteniendo que el Estado no es un botín partidista, deberíamos ver una lluvia de comunicados de respaldo.
Que hablen al respecto las organizaciones empresariales y sindicales, que las iglesias se ocupen de algo más que de las tres excepciones a la penalización del aborto, que las universidades y los intelectuales se pronuncien por la reforma del Estado.
Necesitamos más y mejor sociedad civil para empezar a cambiar la cultura de aprovechamiento del Estado. Si lo dejamos solo a los políticos, todo seguirá igual.