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Mitomanía constituyente

Mitomanía constituyente

14 noviembre 2015 Eduardo Jorge Prats Opiniones

Eduardo Jorge Prats

Eduardo Jorge Prats

La celebración de una asamblea constituyente compuesta por representantes elegidos por el pueblo con la misión de elaborar un nuevo texto constitucional ha formado parte del ideario de los movimientos y partidos más liberales y progresistas de la historia dominicana. Este reclamo se acentuó en la medida en que la Constitución de 1966 envejecía y existía el temor de que la misma fuese enmendada a partir de los intereses meramente coyunturales de los legisladores que compondrían la Asamblea Nacional. Por eso, los principales partidos del país han incluido la constituyente dentro de sus programas de gobierno para varios procesos electorales. Incluso, en 2010, grupos importantes de la sociedad civil, esgrimieron la constituyente como un mecanismo de reforma mucho más democrático y participativo que la asamblea revisora, al extremo de que, una vez aprobada la reforma el 26 de enero de 2010, esos mismos grupos afirmaban que “esa no es mi Constitución”. Lo mismo ocurre en naciones hermanas como es el caso de Colombia donde las FARC han propuesto una Asamblea Nacional Constituyente que refrende los acuerdos de paz arribados por el Gobierno con la guerrilla en La Habana.

El fundamento de esta exigencia es la supuesta mayor legitimidad democrática que se le asigna a la asamblea constituyente en comparación con la reforma constitucional llevada a cabo por los legisladores reunidos en asamblea revisora. Se afirma que la asamblea constituyente concretiza la participación del pueblo soberano en contraste con la revisión por parte de una asamblea revisora compuesta por simples representantes de ese pueblo.

Pero, si se analiza a profundidad el fundamento jurídico, político e ideológico de la asamblea constituyente, veremos que en modo alguno ésta puede reclamar para sí más legitimidad democrática que la asamblea revisora. En efecto, si se comparan ambos mecanismos de reforma, veremos que los dos parten del mismo paradigma de la democracia representativa, en donde las constituciones y las leyes son hechas por los representantes elegidos por el pueblo y no por el pueblo mismo. Este paradigma ha sido formulado por la Corte Suprema de Justicia de Venezuela en los siguientes términos: “el poder constituyente no puede ejercerlo por sí mismo el pueblo, por lo que la elaboración de la Constitución recae en un cuerpo integrado por sus representantes, que se denomina asamblea constituyente”. Puede afirmarse, a partir de esta identidad en lo que respecta a su legitimidad democrática, que la asamblea revisora y la asamblea constituyente son hermanas de padre y madre. Ambas están integradas por representantes que actúan en representación del pueblo que los ha elegido y, lo que es más importante, ninguna de ellas es titular del poder constituyente originario porque en una democracia el titular de ese poder es siempre el pueblo mismo y nunca sus representantes.

Por eso, si partimos de la teoría de la soberanía popular de Rousseau, la representación constituyente se consideraría una ficción, pues ésta identifica al pueblo con sus representantes, confunde a los mandatarios (representantes) con los mandantes (pueblo), y considera delegable lo que no se puede delegar (la soberanía). De ahí que un demócrata radical no exigiría la celebración de una asamblea constituyente, pues ésta, al igual que la revisora, está compuesta por representantes y ya se sabe que, como afirmaba Carl Schmitt, “la voluntad constituyente del pueblo no puede ser representada sin que la democracia se transforme en aristocracia”. En consecuencia, en términos democráticos, lo más legítimo y consecuente sería el referendo en los que el pueblo mismo aprueba o rechaza la Constitución elaborada por sus representantes. Precisamente, uno de los grandes aportes de la reforma constitucional de 2010 es que consagró el referendo constitucional (artículo 272), el cual, contrario a la constituyente -que, al igual que la asamblea revisora, es expresión de la democracia representativa-, constituye un verdadero mecanismo de participación popular directa en la aprobación o rechazo de nuevos textos constitucionales.

Sobra decir que una asamblea constituyente como la querida por los ideólogos de la reforma constitucional dominicana de 2002 y por la FARC colombiana es todavía mucho menos democrática en tanto no está compuesta por representantes elegidos por el pueblo sino por una representación constituyente corporativa asignada grado a grado a determinados grupos de la sociedad civil.

Por otro lado, es bueno enfatizar que, aun cuando la asamblea constituyente no detenta el poder constituyente originario, pues siempre será un poder constituido que debe actuar dentro del marco establecido para su elección y funcionamiento, lo que ha ocurrido en otros países que han acudido a este mecanismo de reforma es que, a partir de un “golpe de estado constituyente” (Allan Brewer-Carías) de perniciosas consecuencias para la democracia y el Estado de Derecho, la asamblea constituyente, quizás por lo de “constituyente”, entiende que es un poder supremo, extraordinario, soberano, unitario e indivisible, como lo quiere la teología política de Sièyes, e ignorando adrede el mandato conferido por el pueblo al momento de la elección de los constituyentes, se autoproclama poder constituyente originario, suspende la Constitución vigente, sustituye e interviene el resto de los poderes constituidos, los que quedan subordinados totalmente a la asamblea constituyente y deben cumplir y hacer cumplir los actos jurídicos que emanen de ésta, pasando así la asamblea constituyente a gobernar directamente el país.

Pero lo cierto es que la asamblea constituyente no puede reivindicar el poder constituyente para sí, por lo menos no cuando esta asamblea tiene como misión reformar una Constitución. Una asamblea constituyente, electa en el marco de una Constitución y para la reforma de esa Constitución, no puede tener los poderes de una asamblea constituyente originaria pues siempre será un poder constituido, un poder derivado sujeto a los límites que establecen la propia Constitución y el mandato dado por el pueblo.

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