De los cinco protagonistas inmortalizados en esta fotografía, solo tres de ellos miran al fotógrafo (el político y escritor Juan Bosch, y los periodistas Ramón Reyes y Manuel Severino).
De todos, únicamente Manuel Severino sonríe, es decir que mientras expone los dientes y los ojos brillan, sus pómulos se resienten, robándole estrellato a la nariz ancha.
En los demás reposa un aire de pesadez, por no ir más lejos, y decir un aroma de pesadumbre. Bosch tiene la pose que proporciona el ser el centro y tener siempre el cetro.
Encarna la actitud del quien siempre apura al fotógrafo, pues quiere decir algo o del que solo espera que el flash se evapore para volver a su posición anterior. Su cabeza es la única que el tiempo ha vertido su nieve, a los demás ni la calvicie ha hechos asomo o aterrizaje. Los lentes gruesos, la corbata con estampados, la camisa blanca y el traje, dan la estampa de importancia o de prestancia.
Orlando Martínez parece ido, y va vestido de una camisa negra, esa que se puede utilizar para cumplir o ir a un velorio. (¿Premonición de la muerte que le esperaba?). La mirada lo sitúa lejos, no ha hecho caso a quien toma la instantánea, a ese sonrían todos. La correa que lleva es la que termina destacando el color de pantalones.
Atrás tiene un reloj. Instrumento de pared y que tiene los números romanos. No sospecha que tiene los días contados. Las agujas afirman una hora: las ocho (las horas de los ágapes, de las puestas en circulación de libros, de los eventos sociales que tiñen la ciudad de ese entonces, y de ahora). ¿Quién puso el reloj ahí? Como se sabrá más tarde, funcionó no como simple decorado, sino que visto después, las agujas avanzaban para que este se encontrara con la parca.
El periodista Ramón Reyes espera tranquilo. Como el que está frente a pelotón de fusilamiento, y ya hasta ha hablado con el sacerdote al que el comisario le ha permitido acceso. Está resignado. Flanquea a Orlando, pero no se imagina que flanquea a un hombre que está próximo a su propia desgracia.
Antonio Espinal ha sido atrapado como el niño que en la fotografía siempre mira asombrado o con admiración hacia el otro. En estatura es el más bajo, pero el que tiene una de las miradas más abismadas y cuya fijeza llama la atención. Su camisa blanca, abierta como corazón que sangra, descubre una camisilla blanca, lo que termina dibujando o creando la ilusión visual de que es un aspirante a sacerdote.
Antonio Espinal es el único que tiene un vaso en la mano. Lo que no significa que los demás sean faquires o abstemios, sino que se animó a llegar primero a donde servían las bebidas y los aperitivos.
Y Severino, con una camisa muy similar a la de Bosch, se anima a sonreír, sin saber que se quedará solo en ese gesto, como quien ya adivinaría que la felicidad como la tristeza son hechos intransferibles. Encima de él hay unas sombras que semejan ser unas hojas o los chispazos de un dibujante chino que luego ha ido a parar en un tipo que hace calendarios.
El reloj, los gestos, las oscuras vestimentas de los protagonistas darían sentido a lo que ocurriría: Orlando Martínez sería asesinado el 17 de marzo del 1975.
No todos tienen la oportunidad de elegir cómo se muere o el modo en que se va de este mundo, pero sí si se sonríe o no para determinada fotografía. Y los protagonistas de ésta confirman el libre albedrío que prima en esto cuando las palabras “say cheese” salen de algunos labios festivos.
A fin de cuentas Orlando no pudo sacar la sonrisa del rostro para defenderse de la tristeza, como tampoco pudo sacar el arma para defenderse y seguir vivo.