No hay dudas de que la vida del novelista Mario Vargas Llosa tiene materia prima para convertirse en novela. O de caldo para folletines. En lo sentimental, estuvo unido en matrimonio con una tía política a una edad muy temprana y con el clan familiar echando pestes, y luego con una prima, con la cual duró 50 años y a la que abandonó intempestivamente por los urgentes llamados que le hizo (a confesión propia, en relato), la pichula.
Hay dos cosas que durante toda la vida han traicionado o guiado a Vargas Llosa: la pichula, y su conservadurismo, vomitado en sus extremosas opiniones políticas. Salvo el corto tiempo en que para él el fenecido comandante cubano Fidel Castro era redentor de espada luminosa en diestra, y la Revolución Cubana, fanal que alumbraría Latinoamérica.
La pichula no solo a él lo ha dominado. A todos en determinados momentos nos ha guiado esa brújula de la sensualidad y de la febrilidad corpórea. Y, contrario a cuando se casó con la tía, época en que la pichula estaba en sus buenas, cuando amancebó con Isabel Presley, la vigorosidad sexual es pasto extemporáneo.
Mario, aunque no sea hombre del espectáculo, hay que destacar que el ir y venir del mundo literario no le abruma. De joven le acompañó el talante light: cuando visitó, para entrevistarle, a Jorge Luis Borges en su hogar, quedó sorprendido porque allí había gotera.
En el mundo de la ficción de Vargas Llosa el izquierdista es el iluso. El derechista o que representa esos intereses, es el avispado. Nada mas hay que echar ojo a los personajes de las novelas La guerra del fin del mundo y Historia de Mayta.
Que Vargas Llosa vaya aprovechar su ruptura con la Presley como materia literaria está en veremos.
Un novelista acierta cuando se deja guiar por tramas y traumas. Verbigratia: La tía julia y el escribidor es una novela sosa, nada comparada por ejemplo a un texto como La Sonata a Kreutzer de León Tolstoi, donde está genialmente penetrado el aspecto sicológico de los devaneos del enamoramiento y la carne. Llosa en esta novela se queda en la periferia, más bien parece un texto del que Netflix pudiera valerse para sacar buenos capítulos.
Sometido por la revista Hola, entramado circense, por ese mundo impresionante donde el corazón es materia mercantilista, la separación de la Presley le ha granjeado una atención mediática nada afortunada.
Pero, no hay que dejarse engañar, Vargas Llosa le gusta ese mundo, le gusta codearse con reyes, le seduce lo fastuoso del poder, de ahí que nunca se haya asociado a algo que huela a gleba o que tenga el perfume de lo excluido: indigenismo, pobreza, negritud, eso no cabe en su discurso.
En materia política el extremismo lo ha llevado a apoyar a engendros como Jair Bolsonaro, vaya usted a ver, o a Keiko Fujimori, y ni qué decir si hasta escribió un penoso texto justificando la invasión a Irak, el cual debió escribir tapándose la nariz para no ser derribado por la gran cantidad de muertos que allí cayeron.
Tiene razón el presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador, cuando afirma que todo lo que Vargas Llosa toca lo convierte en sal. Cuando se va en contra de un candidato que considera populista, la derrota le toca las puertas de sus pupilos. Lástima que uno no pueda lamer la dulce piel de la Presley para saber si sabe a algo a lo que sepultó a la esposa de Lot.
Extremismo en la epidermis, y extremismo en el espíritu. Lo lastimoso es que lo sea al final de la vida, cuando se es un poquito más equilibrado y el tufo a la tumba nos vuelve más solidarios, sensibles.
El conservadurismo político y el clasismo lo lleva en la sangre; la pichula, aunque esté ahí únicamente para hacer pipi y de lujo, también le maneja a su antojo, sino pregúntele usted a Isabel Presley o su fantástico dueño: el Marqués de Vargas Llosa.