El motel se ha constituido para muchos dominicanos en una especie de segunda casa. Segura, pero extraña. El motel viene siendo como una habitación aparte que utilizamos en ocasiones especiales, y cada vez con más frecuencia, para dar rienda suelta a una pasión que se desborda, y que siempre tiene consecuencias para el prestante individuo, en lo que se refiere a su bolsillo o en términos sentimentales.
En el motel nos estrujamos, nos sacudimos, utilizamos sábanas, almohadas que utilizan otros, camas en las cuales se han revolcado previamente otros seres. Y lo hacemos sin asco, lo hacemos sin que se nos revuelva el estómago o demos una arcada que por lo menos rememore el más leve de los vómitos. Así como papeleta mató a menudo, del mismo modo, deseo venció, por mucho kilometraje, al asco.
Tenemos pruritos de ponernos un zapato que usó otro, un calzoncillo, o un calcetín. Sin embargo, nos arropamos, accedemos a tener interludios sexuales sobre camas donde han estado cientos de personas, y a revolcarnos sobre sábanas, que de seguro la más potente lejía, no quitaría algunas manchas y olores dejadas por otros.
Nos metemos en habitaciones donde han discurrido conversaciones de otras parejas, donde han dejado fluidos personas quizás detestemos, nos quitamos las impurezas bajo duchas donde han estado los más variopintos caracteres, y bajo esa agua distinta nos recordamos quizás de la que nos espera en casa o de la otra con quien hemos estado en ese mismo sitio.
Séneca tenía una forma sencilla de definir la relación sexual o física entre el hombre y la mujer. El filósofo que terminó su vida con el filo de una navaja, decía que era un mero (eso del orgasmo) un sacudirse de cuerpos. Una forma certera de definir un acto al que hombres y mujeres han bañado de un misterio y una sacralidad, que muchas veces da a las puertas de la obsesión, la depresión, el dolor o el crimen.
En algunas habitaciones de moteles que visitamos han ocurrido crímenes horrendos, feminicidios que han estremecido a la opinión pública. Sin embargo, a uno no le importa eso. Se mete en esa guarida, desahogarse es el imperativo del cuerpo. La historia previa no importa, más aterra no responder con virilidad a la dama, o que nos visite la impotencia.
El genial periodista Gay Talese escribió un texto brillante sobre la sexualidad y los moteles. A un tipo, a quien la palabra excéntrico le queda chiquita, decidió espiar la conducta sexual de sus clientes, y colocó cámaras. Talese se mete en ese mundo, en esa mente tan bellamente maquiavélica.
El narco, el empresario, el asesino, el intelectual, el motoconchista, el que usa el crucifijo para hablar del pecado, y la pecadora-chapiadora que cobra por sus servicios prestados, todos confluyen en ese espacio. En secreto, pues hay cosas que requieren de la sombra, y este revolcarse eterno de los cuerpos es una de ellas.
En el motel se dan dramas: el anciano u hombre maduro que recurre al viagra para sorprender a la mujer joven y termina convertido en cadáver por el siempre traicionero corazón, la mujer que quiere sorprender al consorte y para ello ya ha tomado clases de cómo bailar en el tubo, la pareja que deja el vehículo encendido y el monóxido llega trágicamente al cuerpo antes que viniese el orgasmo.
La sexualidad nos hace libres y también prosternarnos y ser esclavos de un deseo y de un cuerpo. El poeta Novalis dijo: “Es tocar el cielo poner el dedo sobre un cuerpo humano”. ¿Habrá una experiencia más metafísica que la del cuerpo? , y que me perdonen los faquires y ascetas. El marqués de Sade en Los 120 días de Sodoma cuenta hazañas y perversiones sexuales que empalidecerían si hiciésemos una antología de la que han ocurrido en una semana en cualquier motel de la ciudad.
A fin de cuentas, el motel es el despeñadero, es la cañería por donde se van la moral, la decencia burguesa y la mojigatería a la que casi siempre todos echamos mano. Es irónico que ese pequeño kit que nos pasa un extraño por la ventanita de la habitación del motel, y que se compone de un preservativo (condón, me gusta más, aunque no venga con don de la virilidad), toalla, jabón, sea usado para acostarnos también con una persona que termina siendo, en términos esenciales, una extraña.