En las pasadas décadas se le llamaba boom al apogeo de una determinada actividad que concitara la atención de millones de personas o que se adhirieran a ella no solo con interés sino, sobre todo, con frenesí.
Así todos conocemos el boom de los años setenta de la llamada música disco (lo que conocimos como “música americana”), el boom de los ochenta con la balada pop y el boom de los noventa hacia acá de la Internet.
Los menos jóvenes asistieron al boom literario de los sesenta, juntamente con el boom de la disidencia social con fuertes matices político-ideológicos cuya expresión más destemplada fue el movimiento hippy.
En la República Dominicana como en todas las naciones llamadas “en vías de desarrollo”—siempre he considerado esto como un eufemismo para no decir países atrasados–, estos boom se manifestaron por acto reflejo, en razón de que por nuestras mismas condiciones no estábamos en capacidad de marcar tendencias.
Ahora bien, en lo que nosotros sí podemos marcar esas tendencias, posiblemente mundiales, es en el boom de la mentira y la manipulación, y la difamación, y el engaño, la trampa, y la orquestación, etc.
No creo que exista otra sociedad donde se manifieste con tal desparpajo la tendencia de medios de comunicación, comunicadores, políticos, empresarios, sindicalistas y otros actores, hacia el montaje de “campañitas” mediáticas con el objetivo de obtener ventajas.
En lo empresarial, para descalificar competidores y dominar mercados o masas de consumidores; en lo político y mediático con fines de difamar a cambio de, con lo cual también se logran objetivos no alcanzables por la vía legal.
Es doloroso admitir que el sector al que uno pertenece es el que, con frecuencia, se presta a servir de conducto cloacal de esos propósitos cuya mala fe sobresale como una torre en barrio marginal. Y no hay ni siquiera sanciones sociales para tales actitudes.
En las sociedades que a fuerza de duros tropezones han logrado acumular una gran fortaleza moral, se sanciona aun sean con el desprecio a aquellos medios o periodistas que son descubiertos inmersos en semejantes violaciones éticas.
Cobrar por la puesta en ejecución de campañas mediáticas, o montarlas para esperar llamadas de las “víctimas propiciatorias”, supone un crimen contra la verdad, única arma realmente efectiva con que cuenta un periodista.
Y me refiero específicamente a los periodistas, pues los “comunicadores”–esta especie de plaga de langostas que ha poblado los medios electrónicos y las redes de la Internet con muy poco valor ético y moral–, no parecen estar sometidos al rigor de ninguna legislación.
Es ahí donde el boom de la mentira ha ganado más terreno y hace sus estragos, con muy pocas herramientas a la mano para cerrarle el paso.