Para contar la historia de su vida cada quien tiene canciones que constituyen su banda sonora. De ahí que no sea cursi que cuando una persona muera pida ser enterrada con su canción favorita.
Ya no es un extraño fenómeno ver un ataúd o en su defecto, el temible carro fúnebre, con una bocina a los cuatro vientos. El de vida más mediocre o menos mafiosa, se atreve pedir “My way” o “Nadie es eterno en el mundo”.
El muerto no la escucha, aunque en vida la escuchara en demasía. El tararear y el lloriqueo corresponden a los deudos; para el fallecido con tener que ir tendido es suficiente.
Así como de este teatro nadie sale vivo, así nadie sale ileso de que alguna canción le llegue al alma o lo sacuda en lo más profundo. Puede ser de Julia Iglesias, o Frank Sinatra, o hasta un reguetón.
Daddy Yankee o Snoop dogg en el cancionero fúnebre navegan. Nadie pide la canción favorita estando en agonía, si no para cuando ya su fecha de vencimiento esté ya de boca en boca. La esperanza, como los buenos ajíes, siempre está en conserva. Uno siempre anda con una canción a cuestas, cuesta abajo con un estribillo triste, empalagoso.
La voz, con la tristeza humana, la representan muchos artistas. El catálogo desde Motown hasta Capital Records es inaudito. Marvin Gaye, Mary Wells a Nat King Cole, Sinatra, Linda Ronstadt. Para todos los gustos hay colores, pero lo más importante, hay gargantas en el menú para las más emblemáticas saudades.
Y aquí entra, inmensa, como el mar, Amalia Rodrigues, natural de Lisboa, la “máquina de coser tristezas”.
Por más alegría que uno acumule siempre nos asalta una tristeza cósmica. Es la tristeza que uno sabe de dónde viene, ni por qué se arrima al alma. Es la que generalmente puede venir en el momento más inesperado.
¿Hay una voz que represente esa tristeza?
Sí. La representa Amalia Rodrigues. Es una voz que escapa a los confines humanos, es una voz que habla de otras tristezas, de otras nostalgias. No se parece esa voz a ninguna. Es el tipo de voz que antes de escuchar uno jamás imaginó su existencia. El crítico norteamericano David Byrne magistralmente lo confirma.
Amalia Rodrigues no es solo la reina del fado, esa especie de blues portugués. Representa lo que el universo cantaría en caso que le nacieran laringes y diafragmas a las más lejanas galaxias y desconocidos confines.
Amalia Rodrigues es un personaje singular. Menudo como todo lo que expresa lo grande. La enamoró Anthony Quinn, pero no le hizo caso a este mexicano con aire de amargado. Cantó con un Julio Iglesias, quien siempre se arrima a lo que considera majestuoso, y fue enterrada como una reina, con la corona de una multitud en silencio.
En esta vida hay cantantes, y hay Amalias. La segunda es una categoría unida al universo. Escuchar a Amalia Rodrigues es una experiencia única. Para los amores terrenos, para las desavenencias espirituales, están Ana Gabriel, José José, Braulio. Pero para los asuntos más escabrosos, para esa tristeza cósmica que se acumula en el alma y que no borra nada, está Amalia Rodrigues.
La canción revolucionaria llega hasta donde los fusiles no sirven para nada y hasta las películas donde la balas que solo rechinan. La canción amorosa hasta que el cuerpo se hace viejo y el alma de decepciones y malquerencias, está ajada, pero la canción que interpreta Amalia Rodrígues se encadena a la estrofa o estribillo que en su garganta llama al universo y su tristeza cósmica.
Amalia es la tristeza del universo, aquello que simplemente a lo esencial desgarra.
Apunten, queridos familiares, si alguna banda sonora quiero para mi corto o privado funeral, es una canción de Amalia Rodrigues, con esa voz que se interna tanto en el alma que es imposible sacarla, pues ella no solo canta, sino que tristeza cósmica implanta. ¿Y usted, cuál canción o artista quiere para cuando ya sea cadáver?.