“Estoy escribiendo un diario”. Es una frase que he escuchado en esta época de aislamiento que está viviendo mucha gente en términos planetarios. Desde el escritor experimentado y de oficio hasta el más común de los mortales, son muchos los que se sienten en capacidad o con derecho de abocarse a vivir tal aventura escritural del espíritu o soterradamente literaria.
El diario (ese género menor donde se escupen intimidades), cuando es resultado de la prontitud o del querer ganar lectoría en el mercado del libro, es una especie de selfie: el del yo fotografiado en la escritura. Más allá del desahogo y la observación desinteresados, viene a convertirse en un escaparate donde van colocándose cosas que interesan que otros sepan. Es el melodrama del yo contorsionando ante el otro su lado más miserable: no el de la desnudez, que es pura, sino el del exhibicionismo, siempre burdo, chato, chocante.
Cuando escribir un diario está moda las antenitas de vinil del Chapulín las pongo en alerta. Del mismo modo si alguien me dice: “escribo poemas o relatos relacionados al covid-19”. Algo no sintoniza. Algo cojea. La prisa, que en campo y pista es saludable, en la literatura conduce al desastre.
Un cuaderno vacío, hojas o pantalla en blanco, cierta pulsión y tensión espiritual marcan el inicio de un diario. Una mujer sola, un asesino en serie, son algunos de quienes podrían verse tentados a dicha empresa. Ejemplos de diarios con ribetes espectaculares, a mi modo de leer, son el Diario de Ana Frank, y los Diarios I y II del pensador Jiddu Krishnamurti. Una característica: se leen como si hubiesen sido escritos para no ser leídos. Uno los lee y queda la sensación de que no fueron escritos para el gran público. Son la intimidad sublevada, y descubiertas posteriormente.
Así como existe la dificultad en describir una puñalada cuando está entrando en el pecho, también existe un problema en abordar un hecho aún en desarrollo. La “literatura express” tiene sus riesgos, y sus cultores son arrollados velozmente.
Quien escribe al calor de la actualidad corre el riesgo de dejar al lector en el terreno del frío. Quien escribe desde la premura pensando en que otro lo estará leyendo pierde la perspectiva. El curso de la escritura ha de ser distinto. Si escribimos y pensamos que nos leerán, ahí mismo pierde su asombro, su magia, ese ejercicio solitario. La escritura marcada por la prontitud más que abrazar las sutilezas y las profundidades de las situaciones está destinada a quedarse en la chatura, en esa superficialidad que no explica nada y que no llega a un sitio de verdaderas revelaciones.
El perfume del buen diario consiste en creer en que lo escribimos para nosotros mismos, y que es posible que nunca se deslicen unos ojos extraños por sus páginas. Ana Frank escribió en la “casa de atrás” su diario, ocultándose de la sombra nazi, a salvo efímeramente del azadón del racismo. La enseñanza vital: no escribió para nadie ni pensando en lectores. Su paisaje esencial fue la angustia y lo que pasaba.
Escribir sin pensar en el lector es conectarse con él en lo más profundo. El diario, primo lejano de la autobiografía, debe tener más honroso destino que el ayudar a inflar al ego, sino al de descubrir las calamidades y bellezas que rodean al ser humano en el día a día.