La cultura no es una manifestación inmóvil, por el contrario, es cambiante, se transforma y es transformadora. Mientras tenga una relación de identificación con las personas se mantienen las expresiones culturales y terminan cuando esta relación desaparece, teniendo la virtud de surgir nuevas, respondiendo a necesidades existenciales, en una dimensión dialéctica: Ser humano-sociedad-ser humano.
La música como expresión cultural no es una excepción. Surge en momentos dados y siempre se transforma, aunque mucha gente luche para que se mantenga igual en una tarea contra la naturaleza misma de ella. Puede mantener su identidad en el camino del tiempo, pero no su contenido y hasta sus formas porque siempre cambiarán.
La cultura y en este caso en la música, es una creatividad popular y para que tenga legitimación tiene que ser el resultado social de abajo hacia arriba. Las elites no producen cultura popular, porque su base no es el folklore, privilegio del pueblo. Pero su aceptación social final es del Poder, en una estética de clase social. Las prohibiciones y desvalorizaciones son comunes históricamente. El merengue fue un escándalo y fue prohibido porque las parejas se abrazaban y apretaban, ya que esto chocaba con la moral hipócrita de los bailes de salones de las clases altas, colonizadas por la dependencia ideológica europea en un sueño de nostalgia trasnochada.
La bachata en sus inicios, fue repudiada por las elites, no por el baile sino por su lirica, por su literatura vulgar y barrial, entró a los salones porque Juan Luís Guerra y demás la “blanquearon” y la misma llegó a presentarse en los aristocráticos salones del Teatro Nacional en “Bachata Sinfónica”. O paradoja, aquellos dos ritmos musicales elaborados por músicos populares, repudiados inicialmente por las élites, fueron reconocidos como patrimonios orales e intangibles de la humanidad por la UNESCO y expresión de identidad nacional. ¡Hoy son orgullo nacional! ¡Marca-país! Estoy hablando del merengue y la bachata.
Lo mismo ha estado pasado con la música urbana en nuestro país, elaborada por los creadores populares de los barrios marginados y repudiados por las elites, la cual su pecado mortal es la de poseer una literatura vulgar y sobre todo obscena, sin pudor, sin discriminar “malas palabras”, que las elites repiten en privado, pero que rechazan en público, por una moral hipócrita y por el mantenimiento de las apariencias de las “buenas costumbres”, aunque tenían legitimadas antes a las “queridas” y ahora a una segunda y tercera base.
El repudio de la “música de calle” no es por el baile ni por ritmo musical, es por la literatura deslenguada e irreverente, aunque hay sectores radicalizados y prejuiciados que la condenan, además, porque “no tienen poesía” y porque eso no es música. Las elites clasifican la música con una visión prejuiciada y discriminadora. La música que realmente es una sola, la bautizan con una división arbitraria e ideológica: Música “clásica” y “música popular”. Sus creadores populares no pueden darle lo que no tienen, como es el dominio de la literatura académica.
Eso pasó con la bachata, al principio era repudiada por el lenguaje popular-barrial. Sin embargo, el lenguaje era el de su mundo. Neruda, Manuel del Cabral, Borges no son personajes que existieran para ellos y menos su poesía. Las canciones de la música urbana, su literatura, inicialmente era el resultado de su cotidianidad, porque no tenían dos lenguajes. Su contenido era de crónica social. Si tuvieran su propio periódico, así mismo fuera su contenido, sin palabras rebuscadas. Para ellos eso es natural. Son fotografías de la realidad, sin fotomontaje. Que uno este de acuerdo o no eso es otra cosa, es un problema de juicios de valores y hasta de gustos.
Lo mismo, es música, que no nos guste o no, que estemos o no estemos de acuerdo con ella, eso es otra cosa. Los prejuicios y la discriminación nos llevan a conclusiones fallidas. La trampa, para obstaculizar su desarrollo ocurre como con la bachata que su literatura ha ido cambiando para el esteticismo de la clase social dominante, con la legitimación de exaltación del espíritu y una conceptualización particular, sagrada, bendita, “de lo bello”, ha sido por su comercialización, que los ideólogos han preferido la obscenidad, convirtiéndola en mercancía porque vende y provoca “escandalo” para darle permanencia y cíclicamente sea “noticia”.
Esta comercialización impone temas y contenidos de acuerdo con un código de un mundo ficticio, creando ídolos transitorios y manteniendo una aparente animadversión entre los mismos para actualizarlos y mantenerlos vigentes, dándole a cada uno su identidad, existiendo la negatividad de que algunos han traspasado el mundo del arte para su empobrecimiento personal y torpemente hacer ostentaciones de sueños transitorios de dinero y poder.
Esa fábrica de “ídolos”, de conversión en pudientes, algunos millonarios, es una trampa de invitación para incentivar la pertenencia, para superar su cotidianidad y convertir en sueño la ruptura de un mundo de frustraciones, desempleo, hambre y pobreza en barrios donde es inexistente la esperanza. Hacerse famoso, convertirse en ídolo, es decirle adiós a la miseria.
Es la manera de romper el círculo asfixiante de muchachos héroes, que aprenden música por arte de magia, porque no existen escuelas de música ni centros culturales en los barrios populares.
Pero la vigencia de la música de calle tiene una plataforma de instancias fundamentada en la ganancia, en el dinero. Si la moral fuera autentica los dueños de emporios de comunicación social no tocaran esa música, pero lo hacen porque es un comercio. La emisoras radiales y televisivas del Estado no tienen una programación de revalorización ni difusión de la música popular y menos folklorica del país. Hay una participación hipócrita y una complicidad.
Pero además esto responde a una planificada política cultural del imperio y de las elites colonizadas, porque hay una dimensión ideológica de ignorar, desmeritar, las raíces, la identidad y la dominicanidad, sobre todo en los sectores populares. Para ellos, el folklore tiene y debe ser marginado por su dimensión contestaria, porque como dice Bertolt Brecht “toda manifestación de la cultura popular es subversiva”. La música urbana es una realidad que hay que respetar, analizar, contribuir a su transformación, expresión de una sociedad neocolonizada y dependiente. La música urbana existe y tiene que ser analizada críticamente, científicamente, como proceso social, sin prejuicios ni discriminaciones.