En el año 2005, publiqué mi libro A PESAR DEL NAUFRAGIO, violencia doméstica y el ejercicio del poder. Las reacciones a dicho texto fueron muy variadas desde diferentes sectores dominicanos y no dominicanos. Hubo gente que asumió el contenido del mismo como expresión de sus sentimientos llevados dentro por muchos años, pero reprimidos por miedo a ser amonestadas por quienes sostienen el discurso oficial sobre este tema tan trágico. Otras personas, incluso feministas amigas, optaron por condenar mi libro por considerarlo una ofensa al trabajo que ha de hacerse en “defensa de las mujeres contra la opresión y violencia masculina”. Algunas lo hicieron, incluso, hasta sin haber leído el libro.
Con la publicación de A PESAR DEL NAUFRAGIO, quise motivar una amplia discusión sobre muchos aspectos ligados al tema de la violencia doméstica, que usualmente sólo se tratan desde la ya obsoleta concepción de la mujer como víctima inocente e incapaz de ejercer violencia y sometimiento contra otros y otras. Debo confesar que, aunque estuve y estoy preparado para las reacciones negativas sobre dicho libro, no esperaba la patética indiferencia sobre el mismo y su llamado a la discusión franca y sin tapujos.
Sabía que, quienes han hecho prédica teológica y creencia fundamentalista de sus ideas sobre los hombres como únicos agresores y victimarios, no cejarían en ajustarse más sus máscaras ideológicas, en un afán por condenar todo tipo de disidencia en la interpretación y manejo de la violencia doméstica. Más así, cuando en mi libro planteaba cosas como estas:
“Hay tanta deficiencia en el análisis de la agresión contra la mujer, que muy pocos logran ver a los hombres como víctimas. Se nos ha repetido tanto nuestro papel protagónico como victimarios, que nosotros mismos no aceptamos, o no nos damos cuenta, de que una de las complejidades del asunto consiste en que también somos víctimas de la sociedad que nos convierte en victimarios. Sociedad ésta que no ha sido sólo resultado de la acción del hombre como ente patriarcal, tal nos teorizan algunas personas. Poco se suele entender que no es el hecho de haber nacido hombres lo que automáticamente convierte a algunos hombres en agresores, sino la formación que les han dado en el medio ambiente en que nacieron” (pp. 164-165).
“Desde hace décadas, nos han estado martillando que los hombres, por el simple hecho de ser varones, son predestinados al comportamiento violento y que las mujeres, por el contrario, sólo recurren al tipo de agresión utilizado por los hombres contra sus parejas como una medida de defensa propia. Son múltiples los estudios y recursos disponibles para manufacturarnos el sentir de que el hombre es un agresor en potencia simplemente por su condición de varón” (p. 177).
“La denominación ‘violencia de género’, en tanto que categoría fundamental de análisis, tiende a encubrir el hecho de que, en la estructura de las relaciones de pareja, se da una dinámica del poder en la cual el género no es siempre una determinante de control y sometimiento. Así lo demuestra la violencia y agresión existente entre parejas lesbianas, homosexuales y en otras parejas que rehúsan clasificarse desde los parámetros de los géneros. Por tanto, persistir, como lo hace Susi Pola, en que ‘La violencia doméstica tiene características de unilateralidad masculina’ y que ‘la violencia de género, sea doméstica o sexual, es un problema de los hombres que sufrimos las mujeres’, es una manera de tronchar la verdad y limitar el análisis y solución de la violencia doméstica como problema social” (p. 200).
“En su afán por elaborar una imagen maldita y patológica del hombre, dada su simple condición de varón, la ortodoxia feminista produjo una cultura de la victimología que dejó a muchas de sus seguidoras petrificadas en un discurso fabulador, incapaz de incorporar en su léxico las evidencias que podrían revolucionarlo como elemento aglutinador. De ser parte íntegra de un movimiento para la transformación social, ese sector pasó a ser subcultura comodificada en el envase ideológico de una confrontación que se negaba a aceptar la responsabilidad personal de los sujetos y asumía a la mujer (en masa) como ente sublime atrapada en una historia del poder donde ella no era más que víctima del mismo” (p.223).
Parte del espíritu de mi libro quería advertir que, en la República Dominicana podían aprobar todas las leyes que quisieran y denominar los asesinatos de mujeres como “feminisidios”, y que nada de eso impediría la continuación de la violencia doméstica. Pero hubo gente que estaba más inmersa en ganar una batalla legislativa e ideológica, que en sopesar con detenimiento los resultados de esas mismas medidas en otros países.
La realidad, después de nuestras feministas y aliados lograr su objetivo, ha sido trágica y sin misericordia: la violencia y agresión no han mermado, sino aumentado y ahora con un elemento adicional… el fatídico suicidio de los homicidas.
Ante los trágicos sucesos, en los cuales hombres asesinan a mujeres que son o fueron sus parejas, el coro ortodoxo se levanta en lamentaciones únicamente para resaltar la acción “feminicida”, pero echan al zafacón el significativo hecho de que los homicidas ahora están asesinándose a sí mismos. La ortodoxia lleva celosa y meticulosamente las estadísticas sobre cuántas mujeres son asesinadas cada mes, cada año, pero desechan cuantificar cuántos hombres también estamos perdiendo en esta maldita locura de asesinar como forma de lidiar con las diferencias entre parejas.
He visto el desmedido afán por predicar, hasta la saciedad, que la “masculinidad dominicana” está en crisis, pero nunca se afirma lo mismo sobre la feminidad dominicana. ¿Cómo es que nuestra sociedad puede llegar a estos grados de descomposición social y que los únicos culpables y afectados seamos sólo los hombres dominicanos? ¿Y cómo es que, si en verdad sólo la masculinidad dominicana está en crisis, a las mujeres víctimas (por lo general) se les declara necesitadas de todo tipo de ayuda y asistencia, mientras que para los hombres victimarios sólo se pide cárcel y ostracismo social?
Lo que ilustran casos como la matanza ocurrida recientemente en Santiago Rodríguez, donde un hombre mató a su ex pareja, al padre de ésta, y luego a sí mismo, es que también está en crisis la ortodoxia que asume que las acciones humanas pueden ser enjauladas en los confines de ideologías sobre género y sexo de los sujetos dominicanos reventados por la putrefacción sociopolítica que aflige a la sociedad dominicana.
Yo, que tengo más de 25 años lidiando con la intimidad socioeconómica de muchas familias en Mahanttan, he llegado a la conclusión de que hace falta una transformación urgente del discurso y práctica con que se ha abordado el asunto de la violencia doméstica. Transformación que debe comenzar por una nueva manera de criar y educar a los niños y niñas, de forma tal que los varones no se asuman como propietarios de las hembras; ni que las niñas se consideren cual simples mercancías disponibles para el mejor postor. Transformación que, además, debe continuar con una confrontación abierta y sin tapujos contra la violencia a todos los niveles, incluyendo nuestras acciones personales en relaciones heterosexuales, lésbicas, homosexuales, etc.
De no hacerlo así, la sangre continuará corriendo sobre la sombra de discursos ortodoxos y un tanto fallidos, que poco sirven para curarnos las heridas y traumas producidos por la violencia doméstica.