Las reglas de cortesía que mostraban la buena educación no eran algo artificioso, sino un código que se compartía para fijar las reglas del juego y ayudar a los demás a que se sintieran cómodos. Era una expresión corriente decir al que llegaba “¡Póngase cómodo!”. Mi padre, cuando estaba convencido de algo, si percibía algún malestar en alguien decía, bajando la voz, “El que no esté cómodo, que se ponga”.
Un hogar es donde vive gente que no puede dejar de quererte. Donde siempre te sientes acogido. Para compartir sin esperar nada a cambio. No lo es una residencia de estudiantes, ni un campamento o un piso compartido. Es el sentido más profundo de la expresión ‘regresar a casa’, aunque haga años que uno se ha emancipado.
El hogar, foyer, focolare, lar, lareira, lumbre, forja, fragua, tiene que ver con el fuego, con el calor y con la luz. Con sentirse bien al calor de la lumbre. Es el lugar en donde nadie nos preguntará “¿qué has hecho?”, sino “¿qué me sucede?” cuando llegas maltrecho.
Cuando parte Eneas, el amigo le desea que los vientos le sean favorables “para que cuides a la mitad de mi alma”, para que te cuides.
Es el sentido de la expresión “¡Vale!” que los españoles utilizan erróneamente como “Estoy de acuerdo”. Una mala traducción del OK yanqui, que no significaba otra cosa que “Cero muertos” (O Killed) que el capitán de la compañía anunciaba a su regreso al cuartel. De ahí a significar que las cosas iban bien, no había más que un paso.
Pero el “Vale”, que Cicerón ponía al final de sus cartas, era la expresión de su firme deseo de que el destinatario de la misiva estuviera bien. Es el imperativo del verbo valeo, estar bien. Algunas veces escribió si vales, valeo, “si estás bien, yo estoy bien”.
Recuerdo que mi madre, cuando escribía una carta, si, después de firmada, se le ocurría añadir una post data PD (después de la fecha, que antes se podía poner al final,) o un PS (post scriptum, después de lo escrito) no volvía a firmar, sino que escribía con donaire Vale. No en el sentido de que ratificaba lo escrito, como se hace cuando se quiere salvar una corrección en un acta. Si no en el de expresar su deseo de que el destinatario se encontrase bien. ‘Necesito que estés bien, para poder sentirme bien’.
Las buenas maneras, la cortesía (usos de la Corte), la educación, el respeto, saberse cada uno en el puesto que le correspondía, eran formas de justicia social, no imposiciones absurdas o prepotentes. Había una manera de sugerir, de indicar, de insinuar con una mirada, con un silencio o con un gesto lleno de convencimiento que no admitía controversia. No nos referimos a los abusos y extravagancias que indicaban una decadencia e inseguridad que presagiaban cambio.
Cada época ha tenido sus costumbres, sus usos y modos de comportarse, pero todo el mundo sabía a qué atenerse sin llegar al, aparentemente rudo, manners before morals, de los ingleses. No pretendía posponer las reglas de la ética universal a unos modales establecidos, sino crear un espacio de encuentro en el que el respeto al otro, la acogida y el buen ambiente garantizasen la concordia, que era la máxima expresión de la justicia para los griegos, y aún para los romanos. Pues era una expresión de la armonía universal que tanto ha fascinado y presidido el pensamiento de chinos, hindúes, budistas zen y griegos.
Las pretendidas ‘morales’, apuntaladas en dispares ideologías, no podían imponerse de forma que se alterase el respeto debido a todos y a cada uno. De ahí que, en la mesa y en el juego, era donde se mostraba la educación vivida. Por eso, en ellas no se hablaba de religión, de política o de sexo. Temas que se dejaban para compartir con los correligionarios, con los camaradas, o con los amigos. Porque eso de que todos somos iguales, pronto encontró la precisión de que unos más iguales que otros. Entre ellos, se entiende.
La educación no consiste en la mera transmisión de conocimientos. Proviene de educare, educere, duco, conducir, que nos lleva a sacar lo mejor de cada uno, alumbrar, aflorar, hasta alcanzar la plenitud, el teleios que se identifica con la felicidad de poder ser uno mismo. Aunque la vida no tuviera sentido tiene que tener sentido vivir, y éste no puede consistir sino en ser felices, en ser nosotros mismos para poder hacer lo que queramos. Es decir, para querer lo que hacemos.
José Carlos García Fajardo
Profesor Emérito de Historia del Pensamiento Político y Social por la Universidad Complutense de Madrid (UCM). Director del Centro de Colaboraciones Solidarias (CCS)
Twitter: @GarciafajardoJC