Cada vez que se vende un voto, se bota a la basura la conciencia. ¿Y qué es la conciencia, es lo que nos distingue de otras especies animales?
Si no tenemos conciencia del mal que hacemos ni del bien que impedimos hacer, no somos libres. Muchos venden su voto, mucho cambian de partidos, y eso yo lo llamo un acto vergonzoso.
Me dirán que la necesidad es más importante que la conciencia o que la moral empieza en el estómago y no en la cabeza.
Vender la conciencia es una humillación. Y lo peor de todo es que se humilla al ciudadano necesitado por unos pocos miles de pesos que no remedian la pobreza ni acaban con sus necesidades. Es como si los malos políticos necesitaran a los pobres buenos, dispuestos a apoyarlos cada vez que se vota. “Mi conciencia no se vende” es una frase más digna y más humana que “¿Cuánto me paga por mi conciencia?”
Un ciudadano debe elegir entre la dignidad de ser libre y la humillación de no serlo. Todas las democracias consagran este principio elemental, pero casi todas nuestras democracias permiten que se viole.
Quienes sacan provecho de esa situación son quienes más hablan de “democracia”, quienes más compran o chantajean, quienes permanecen más tiempo en cargos de elección popular, quienes más ricos y más rápidamente mentirosos se vuelven.
¿Por qué se hace a escondidas la compra de votos? Primero, porque es una actividad ilegal; segundo, porque es una vergüenza para quien acepta venderlo.
El delito que cometen los políticos corruptos y sus intermediarios se convierte en vergüenza en el ciudadano. A menos que sea un cínico, nunca estará orgulloso por ese acto.
Y si le importa un carajo venderle su conciencia al que pague mejor, es porque ya no cree en nada ni abriga esperanzas en nada ni en nadie, porque nada ni nadie le ha dado la oportunidad de ser un ciudadano digno.
Si la democracia lo tiene en cuenta, no es para darle un lugar digno en la sociedad sino para servirse de él en la peor de las circunstancias: votar sin conciencia por quienes corrompen a conciencia.
Si uno se fija bien en la desigualdad entre quienes venden y quienes compran, ve la humillación a que se ven obligados los primeros y la soberbia en el fondo criminal que practican los segundos.
El que da la limosna está en condiciones de superioridad frente al que la recibe. Seguirá siendo poderoso, pero su poder se lo da el pobre diablo que le vende su conciencia.