“Coplas por la muerte de su padre”, de Jorge Manrique es uno de los grandes poemas de la lengua española. Escrito en el tono sentencioso de un sermón eclesiástico, el poema es un tratado de filosofía cristiana que advierte sobre la transitoriedad de todo lo creado. En rítmicas coplas de pie quebrado, Manrique, utilizando como pretexto la muerte de su padre, nos alecciona sobre lo efímero de las pompas terrenales y los grandes títulos nobiliarios:
¿Qué se fizo el rey don Juan?
Los infantes de Aragón,
¿qué se fizieron?
¿Qué fue de tanto galán,
que fue de tanta invención
como truxieron?
Son, desde luego, preguntas retóricas cuya respuesta ya sabemos: todas esas pompas y galas y todo ese poder monárquico y real terminó siendo borrado eventualmente por el único poder ante el cual todos los seres humanos somos iguales: el poder destructor del tiempo.
El tiempo, como dice un verso de Garcilaso, no hace “mudanza en su costumbre”, es decir, nos trata a todos por igual. Por esta razón hay implícita en el poema de Manrique una exhortación a la humildad, cualidad de la que carece la mayoría de los políticos dominicanos. Sus egos hiperbólicos, y su aferro patológico a las cimas del poder los han llevado a cometer actos dolosos por los cuales han recibido el escarnio popular.
No sé en qué estará pensando Jean Alain a estas horas, pero la relectura del poema de Manrique me ha llevado a pensar en él. A pensar que el hombre que una vez pensó inquebrantable el poder que detentaba, se ve hoy reducido a la triste categoría de un preso común que ve evaporarse la estructura de poder que una vez creyó invulnerable. Tal es la veleidad de la fortuna. Tales son las consecuencias que causa la ceguera del poder.
Cuando se ejerce tiránicamente, el poder es como una serpiente que se muerde su propia cola ya que los déspotas van sembrando a su paso las semillas de su propia desaparición. Jean Alain apostó a la continuidad de un sistema que venía dando signos de su autodestrucción. Pero su ceguera fue típica de la adicción al poder. Como su jefe Danilo Medina, quien hoy se mueve en las sombras, Jean Alain no se daba cuenta que el poder que tenía se erosionaba cada vez más hasta convertirse en un espejismo. Aún así se aferró a él utilizando, según el Ministerio Público, toda clase de artimañas ilegales.
Frente a las imputaciones que le hace el Ministerio Público, Jean Alain invoca la clásica persecución política a la que han apelado tradicionalmente los que descienden del olimpo del poder cuando son acusados de haber cometido serias irregularidades a su paso por la administración pública. Las acusaciones contra él y el grupo que constituía su equipo de trabajo son, sin embargo, muy serias y siguen el mismo patrón de corrupción sistémica que el nuevo Ministerio Público les ha imputado a los otros entramados societarios cuyos miembros cumplen hoy prisión preventiva por las serias acusaciones en su contra.
No creemos que esas acusaciones, que protagonizan exmiembros de la pasada administración, hayan sido hechas de manera gratuita y descuidada y en busca de protagonismo mediático, como han querido hacer creer los miembros del Partido de la Liberación Dominicana.
Jeny Berenice y Wilson Camacho son dos experimentados juristas que no cometerán el error de instrumentar expedientes débiles que puedan ser fácilmente demolidos por sus contrincantes. Están bien curtidos en las batallas legales y bien preparados para rebatir los contraataques de sus adversarios.
Como procurador, Jean Alain tenía acceso a información privilegiada. Es casi seguro que tenía conocimiento de las estructuras mafiosas que operaban bajo sus narices y a las que él, por omisión, decidió no enfrentar. El expediente presentado por la Pepca lo convierte en la cabeza de un entramado que, según el expediente acusatorio, se dedicaba a esquilmar dinero del estado.
Según Orlando Gil, cuando a Jean Alain se le preguntó por qué no era muy dado a contestar preguntas de los periodistas, el exprocurador, con la típica arrogancia que siempre lo caracterizó, contestó: “El presidente tampoco responde”.
Era muy dado, eso sí, a aparecer frente a las cámaras de televisión haciendo grandes bravuconadas con las que quería dar la imagen de un perseguidor de la corrupción que en realidad nunca fue.
“Caiga quien caiga”, vociferó frente a las cámaras de televisión en más de una ocasión durante su simulacro de investigación en el caso de Odebrecht.
Nunca se imaginó que el caído sería él.