Acabo de llegar, molido y agotado, de un largo viaje por el sur del país, durante el cual mi familia, algunos amigos y yo nos internamos por esa región del país desolada y lejana y con el aspecto de una tierra de nadie. El viernes dos de abril en la mañana iniciamos nuestro largo periplo sureño y nos desplazamos por unas autopistas que parecían interminables por su extensión. La impresión general era la de soledad y abandono. Visitar el pueblo de Pedernales fue como viajar al final del país. O a su principio. Mientras nos dirigíamos a este pueblo por una autopista que parecía no tener fin, despoblada en su totalidad y llena de terrenos baldíos en los que no había una sola señal de vida, tuve la impresión de que el autobús en el que viajábamos era una especie de máquina del tiempo que nos llevaba a los orígenes mismos de la humanidad, a un lugar mítico semejante al Macondo de García Márquez, es decir, a una región completamente alejada del mundo, y habitada solo por unas pocas almas. El abandono, pobreza y desamparo que encontramos en Pedernales fue la tónica general de casi todos los pueblos del Sur en los que nos detuvimos. Fue en este pueblo donde encontramos a un niño haitiano quien, al vernos descender del autobús, nos miraba con ojos lánguidos como a seres privilegiados que, para él, vivían en la opulencia. Tenía el vientre plano por la inanición. Pensando en que tal vez no había comido en todo el día, le regalé un par de pesos. Entonces, con una voz debilitada por las largas horas de hambre, me dijo: ´´gracias, vaya con dios´´. Se me ocurre pensar que su abandono es el abandono general en el que vive la gente en este pueblo y en casi todo el Sur.
Sin embargo, a pesar de las largas distancias que la alejan del resto del país, algunos pueblos del sur tienen sus encantos. De todas las provincias que visitamos, me agradó especialmente Neiba. Es una ciudad tranquila, de calles anchas, libre hasta ahora de la plaga de motoconchos que ha convertido en infiernos urbanos a varias provincias en nuestro país. Tampoco encontré el matadero de vehículos en lucha fiera por desplazarse unos a otros, como ocurre a diario aquí en Puerto Plata. Ha de ser un gusto caminar por esas calles sin el miedo de ser arrollado por un conductor agresivo y desconsiderado de esos que son tan comunes en nuestra provincia. En Neiba experimenté la delicia de atravesar por una larga avenida flanqueada por altos árboles cuyos picos forman una especie de frondoso techo natural bajo el cual se produce una sombra que cubre el suelo durante todo el día. Fue en esta provincia donde tuvimos la suerte de almorzar en ´´Las delicias de Alicia´´, un pequeño restaurante al aire libre donde descubrimos una verdadera maravilla en aquella región de pueblos polvorientos y terrenos áridos: un manantial donde corrían las aguas más limpias que hasta ahora he visto en este país. Encontrar este lugar después de haber atravesado por secciones completamente desérticas, comer tranquilamente en él, teniendo como trasfondo el sonido de las aguas mansas y diáfanas del manantial, fue como descubrir un oasis en un desierto.
Este viaje tuvo como propósito un reencuentro con el pasado. Mientras estuvo en el ejército nacional, mi suegro, Arismendi Polanco Victoria, fue trasladado a la provincia de Jimaní, donde nació su primera hija, hoy mi esposa, Sandra Polanco Castillo. Siete meses después del nacimiento de su primogénita, Arismendi Polanco fue trasladado de nuevo a su ciudad natal, Puerto Plata. Después de cuarenta y cinco años de ausencia, quería reencontrarse con un viejo amigo de armas y parrandas que había tenido en el ejército. La búsqueda fue exitosa: los dos amigos se reencontraron, revivieron memorias que por unos minutos les devolvieron la vitalidad de años más jóvenes y se despidieron tal vez por última vez. El encuentro fue emotivo no solo para ellos, sino también para este escribidor que también empieza a habitar la región de la nostalgia.
Mientras nos dirigíamos a la casa donde vivió mi esposa por siete meses, nos saludaron unas niñas que jugaban despreocupadamente en la calle donde está la única escuela de aquel pueblecito polvoriento, que lleva el curioso nombre de ´´Tierra Nueva´´. No tenían la sofisticación maliciosa del habitante citadino, quien ve a todo el mundo con ojos sospechosos. De Tierra Nueva, nombre irónico para un pequeño pueblo de calles no asfaltadas y casas desvencijadas, conservo la jocosa memoria de ver a una patrulla de chivos desplazándose muy orondos en medio de la calle, comandados por uno que, al ir a la delantera, era, a todas luces, el jefe de la manada, y que, al parecer, les había dicho a los otros, por ese misterioso sistema de comunicación que tienen los animales, que ya era tiempo de recogerse, ya que entraron todos, con paso firme, muy derechitos y con la seguridad de quien sabe a dónde va, a una casa donde irían a dormir al final de la tarde cuando ya las sombras de la noche empezaban a caer sobre aquel paraje remoto donde no existen las amenidades que asociamos con las ciudades modernas. Cuando iniciábamos el regreso a Barahona después de visitar este pueblecito que epitomiza el olvido en el que los gobiernos han sumido a la región del Sur, no pude evitar sentir un dejo de tristeza al pensar que sus habitantes pasarán sus vidas condenados a una constante soledad.
La impresión más saliente de este viaje, la que se ha grabado en mi memoria con la rapidez conque las cámaras fotográficas captan al vuelo una imagen es la de ver a hombres, mujeres y a veces a pequeñas familias, en las estrechas aceras de algunos de los pueblos por los que atravesamos, en el frente de las casuchas donde probablemente pasarán el resto de sus vidas, viendo caer la tarde mientras ahogaban su angustia existencial en el alcohol, único consuelo a sus vidas carentes de significado. Las niñas buscarán solaz en el sexo y en el alcohol, saldrán embarazadas muy jóvenes, se llenarán de niños a temprana edad y repetirán el mismo ciclo que vivieron sus padres, perpetuando una pobreza de la que probablemente no saldrán.
No he pretendido hacer justicia a todo el Sur en esta crónica. Anoto aquí simplemente impresiones generales recogidas en una incursión de dos días. La extrema pobreza del Sur tiene como causa, entre otras, el abandono al que casi todos los gobiernos han sometido a esta región del país. Para empezar, es necesario crear un moderno sistema de transporte que comunique más rápidamente esta región con el resto del país. Esa lucha deben echarla los representantes congresuales de las distintas provincias que componen el Sur. Pero es casi seguro que pocos de ellos, por no decir ninguno, viven en las provincias que representan.